La biblioteca de los genealogistas
Ayer[1] llegó a mi domicilio la primera edición, del año ’31, del libro “Intermedios” del proverbial Pío Baroja, que tantas estampas de las costumbres vascas nos ha dejado en sus escritos. Primera y única edición puesto que, si apartamos las incluidas en obras completas, no existe otra[2].
Es un libro curioso. Una suerte de compendio de dos obras teatrales –“novela film” llama Baroja a una de ellas-, otros muchos recuerdos, pensamientos y opiniones. Un curioso compendio de teatro, memorias y ensayo.
Dice Baroja que “En los libros se suelen encontrar cosas raras, filigranas de papel, oraciones, flores prensadas, tarjetas y cartas[3]”; muchas veces me ha ocurrido esto mismo al comprar un ejemplar en una librería de viejo, o en una de lance, y nuevamente volvería a ocurrir en esta oportunidad. Al abrir el libro para ver mi nueva adquisición, salió de entre sus páginas una tarjeta de visita de Modesto López Otero, residente entonces en San Sebastián, en la Av. de Zumalacárregui nº 1; manuscrito a pluma pone “Para D. Jaime Oliver”, sin duda un presente entre dos amigos.
No fue la primera vez que mi afición a la genealogía me llevó a interesarme por quiénes fueron las personas que aparecen mencionadas en algún papel que, resguardado entre las páginas de un libro o entre los papeles del legajo de un archivo, de pronto aparece entre mis manos y se deja ver después de muchos años, como si fuera el inserto el que nos descubre a nosotros y no al revés.
No fue difícil, en este caso, saber a quiénes había pertenecido mi ejemplar a principios de la década del ’30. Fácilmente comprobé que ambos, obsequiante y obsequiado, fueron miembros de la Real Academia de la Historia, cosa que -siendo yo aficionado a esta ciencia- me puso muy contento.
Modesto López Otero[4] fue un reconocido arquitecto español, al frente del desarrollo de la Ciudad Universitaria de Madrid; quienes transitan por la Gran Vía pasan, habitualmente, delante de algunos de sus más emblemáticos edificios. Autor también del Arco de la Victoria, en Madrid, y del monumento a la Constitución de 1812, en Cádiz; director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, fue también miembro de la Real Academia de la Historia. Su amigo, Jaime Oliver, fue historiador, romanista, arabista y filólogo; destacado medievalista, realizó varios estudios sobre moriscos y escribió “una de las primeras historias de la lengua española[5]” y un estudio de referencia sobre el origen etimológico del término Madrid.
Irremediablemente vino a mi pensamiento el recuerdo de tantas buenas bibliotecas, reunidas y atesoradas por perseverantes bibliófilos, conocedores del verdadero valor -en la mayoría de los casos intrínsecamente no venal- que se oculta entre sus páginas, camuflado en el medio kilo de papel inservible que perciben en cada libro los no iniciados.
En la primera página de “Los pilotos de altura” menciona Pio Baroja a tres amigos “el uno era bibliófilo; el otro, genealogista, y el tercero, yo, más o menos conocido como fabricante de novelas[6]”. Al leerlo pensé en que yo mismo –probablemente al igual que Baroja- podría identificarme con los tres amigos a la vez: bibliófilo, genealogista, y si no fabricante de novelas sí hacedor de breves textos y relatos.
Cuenta la novela que los tres amigos se dirigieron a visitar la casa en la que había vivido, supuestamente, el historiador don Domingo Cincúnegui -ese bibliófilo imaginario al que Baroja hace autor del manuscrito que narra las peripecias del capitán José Chimista-, cuya biblioteca “ya abandonada desde la muerte de su propietario”, había sido expoliada por algún trapero que “se llevó lo que pudo”, pero especialmente por las mujeres que habían conocido a Cincúnegui, que habían utilizado el papel de los libros y documentos del archivo “para envolver clavos, chuletas, bollos y dulces”; y por su hermana, que aseguraba que los papeles que sobraron “habían ido a la guardilla y se los comían las ratas[7]”. Acaso el viejo Cincúnegui -de haber existido verdaderamente-, habría preferido encerrar en el desván a hermana y a vecinas, deseando que los roedores dieran buena cuenta de ellas como justo castigo a tan criminal acción.
Semejante hecho ocurrido con la biblioteca de Cincúnegui, “producto del menosprecio y de la incuria[8]”, no sólo se ha repetido habitualmente -y lamentablemente aún lo hace- con numerosas excelentes bibliotecas particulares, sino que parece haber sido el reflejo del recuerdo que Baroja tenía de dos buenas bibliotecas que había conocido en el País Vasco y a las que menciona en “Intermedios” diciendo
En los pueblos la decadencia de las bibliotecas es terrible. Yo vi cuando era médico de Cestona dos bibliotecas bastante buenas: la del ex ministro don Pedro Egaña, en el mismo Cestona, y la de Altuna, en Azcoitia, a quien fui a visitar con mi padre. Treinta años después, de la de Egaña no quedaban más que algunos tomos incompletos en un desván, sucios, rotos y manchados por el estiércol de las gallinas.
La biblioteca de Altuna debía tener mucho libro de Ignacio Manuel de Altuna, el amigo de Juan Jacobo Rousseau. Cuando Altuna, al que yo conocí con mi padre, se hizo viejo, tomó la manía, por lo que me dijeron, de coger los billetes de Banco que le entregaban los inquilinos como pago de las rentas de sus fincas y guardarlos en las hojas de los libros.
Murió el viejo Altuna, que creo era solterón, y criados y parientes se pusieron a registrar los libros con furia. Yo los vi tirados en un cuarto próximo a la cocina, abiertos y con las hojas rotas.
Tener esta noticia de lo ocurrido con la biblioteca que atesoraba los libros de Ignacio Manuel de Altuna me llamó especialmente la atención, no sólo por ser éste una persona muy principal para la cultura vasca, sino por ser un conocido pariente por mi costado paterno.
Sobrino de mi antepasada Manuela Thomasa de Altuna y Corta, era primo hermano de mi 7º abuelo, don Manuel Francisco de Alcíbar-Jáuregui y Altuna, señor de los mayorazgos de Alcíbar-Jáuregui, Salogüen, Amilibia y Basauri, caballero de Santiago, guardia de corps de S. M.; estaba casado con Dª María Antonia de Aguirre Acharán y Béjar, señora del mayorazgo de Acharán y que heredaría también a su tío, D. José de Aguirre Acharán, cuya fortuna parece haber tenido origen en Buenos Aires en compañía de Francisco de Mendinueta y del marqués de Murillo, con quienes explotó en sociedad el "asiento de negros de Guinea". De ellos descienden muchas casas a ambos lados del Atlántico, entre las que se cuentan las de los condes de Sobradiel, de Orgaz, del Valle, los marqueses de Balzola y la de quien escribe estas líneas.
Al matrimonio de ambos, en la imponente iglesia parroquial de Santa María la Real de Azcoitia, el 17 de julio de 1735, asistieron como testigos el conde de Peñaflorida y el marqués de Narros, entre otras personas.
Ambos -Peñaflorida y Narros-, junto a nuestro Ignacio Manuel de Altuna se reunían habitualmente en las tertulias que tenían lugar en el palacio de Insausti, siendo el origen de la fundación que los tres, conocidos como los “caballeritos de Azcoitia”, llevaron a cabo, en 1764, de la Real Sociedad Vascongada de Amigos del País y, algunos pocos años después, el Real Seminario de Nobles de Vergara.
Ambas instituciones fueron señeras en el pensamiento ilustrado vasco y español, siendo La Bascongada la primera institución de su tipo en España y el Seminario un establecimiento puntero en su época, responsable del descubrimiento del wolframio, del proceso de obtención del acero colado y el procedimiento para convertir en maleable el platino[9].
Estando Altuna en la ciudad de Venecia, en 1743, conoció a Juan Jacobo Rousseau con el que trabó una sincera amistad. Rousseau hace un bello retrato de su amigo guipuzcoano en el libro VII de su obra “Confesiones”, transcripto en la Revista Bascongada -traducido por Manterola- que reproducimos
Había hecho conocimiento en Venecia con un Bizcaíno, amigo de mi amigo Carrió, y digno de serlo de todo hombre de bien.
Este joven, nacido para todos los talentos y todas las virtudes, acababa de dar la vuelta a Italia, para adquirir el gusto en las bellas artes, y no imaginando alcanzar otro objeto, quería regresar derechamente a su patria. Yo le dije que las artes no eran más que el recreo de un genio como el suyo hecho para cultivar las ciencias, y le aconsejé, para que fuese tomando gusto a esta idea, un viaje y una estancia de seis meses en Paris. El me creyó y fue a Paris.
Estaba allá, y me esperaba, cuando yo llegué. Su habitación era excesivamente grande para él; me ofreció la mitad, y acepté. Lo encontré en el fervor de las ciencias profundas. Nada estaba fuera de su alcance; devoraba y digería todo con una prodigiosa rapidez. ¡Cuántas veces me dio las gracias por haber procurado este alimento a su espíritu que el deseo de saber consumía sin que él mismo se diera cuenta!
¡Qué tesoros de luces y de virtudes encontré en esta alma esforzada! Conocí que era el amigo que me hacía falta; nos hicimos íntimos. Nuestros gustos no eran los mismos; disputábamos todos los días. Obstinados ambos, jamás estábamos acordes en nada, y con todo no podíamos separarnos, y contrariándonos sin cesar, ninguno de los dos hubiera querido que el otro fuese distinto de cómo era.
Ignacio Manuel de Altuna era uno de esos hombres raros que solo la España produce, y de los que produce demasiado pocos para su gloria. No tenía esas violentas pasiones nacionales comunes en su país. La idea de la venganza no podía encontrar más cabida en su espíritu que el deseo en su corazón. Era demasiado altivo para ser vengativo, y muchas veces le oí decir, con gran sangre fría, que ningún mortal podía ofender su alma. Era galante sin ser cariñoso. Jugaba con las mujeres como con lindas criaturas. Se chanceaba con las queridas (maitresses) de sus amigos, pero yo jamás le conocí ninguna, ni el menor deseo de tenerla. Las llamas de la virtud, que devoraban su corazón, no permitieron jamás que brotara de sus sentidos el fuego de la concupiscencia.
Después de sus viajes casó, murió joven y dejó hijos, y estoy persuadido, como de mi existencia, de que su mujer es la primera y la única que le hizo conocer los placeres del amor.
En su aspecto exterior era devoto como un español; pero en su corazón abrigaba la piedad de un ángel.
A excepción mía, no he visto desde que existo otra persona más tolerante que él. Jamás se informó de cómo pensaba hombre alguno en materia de religión. Poco le importaba; que su amigo fuese judío, protestanto, turco ó ateo, como fuese un hombre honrado. Obstinado, testarudo sobre todos los demás asuntos, cuando se trataba de religión ó moral, se recogía, callaba, ó decía simplemente : Yo únicamente estoy encargado de mí mismo.
Es increíble que pudiese reunir tanta elevación de alma con un espíritu de detalle llevado hasta la minuciosidad.
Distribuía y fijaba de antemano el empleo del día por horas, por cuartos de hora, y hasta por minutos, y seguía esta distribución con tal escrupulosidad, que si sonaba la hora en tanto que leía una frase, cerraba el libro sin acabarla. Todos estos intervalos de tiempo, así interrumpidos, los utilizaba para éste ó el otro estudio; los tenía señalados para la reflexión, para el rosario, las visitas, la música, la pintura, y no había para él ni placer, ni tentación, ni complacencia que le hiciese variar este orden. Solamente el cumplimiento de un deber hubiera sido bastante para tal resolución.
Cuando me mostraba la lista de sus distribuciones a fin de que le manifestase mi conformidad, comenzaba yo por reírme y acababa por llorar de admiración.
Jamás molestaba á nadie, pero despedía sin contemplación a las personas que; por cortesía, querían incomodarle. Era arrebatado sin ser de mal genio. Le vi muchas veces colérico pero jamás enojado. Nada más festivo que su humor; sabía recibir bromas y gustaba de darlas, y aun brillaba en ello, pues poseía el talento del epigrama. Cuando se le incitaba era bullicioso y alborotador de palabra, su voz escuchábase desde lejos, pero en tanto que gritaba se le veía sonreír, y en medio de sus arrebatos de cólera le ocurría cualquiera dicho agudo que hacía soltar la risa a todos.
No tenía ni el color, ni el aspecto, ni la flema española. Su piel era blanca, su mejilla sonrosada, los cabellos de un color castaño claro, y era alto y bien formado. Su cuerpo había sido hecho para alojar su alma.
Este sabio, así de corazón como de cabeza, era conocedor de los hombres, y fue mi amigo. He aquí mi respuesta a quien no lo es.
Nos llevábamos tan bien que hicimos el proyecto de pasar juntos nuestros días. Yo debía, durante algunos años, marchar a reunirme en Azcoitia para vivir con él en su tierra natal. Este proyecto quedó completamente arreglado entre nosotros la víspera de su partida. No faltó más que lo que no depende de los hombres en los proyectos mejor concertados. Los sucesos posteriores, mis desastres, su casamiento, su muerte, en fin, nos han separado para siempre. Diríase que solamente alcanzan éxito los negros complots de los malvados; los inocentes proyectos de los buenos casi nunca obtienen cumplimiento.[10]
Esta última frase de Rousseau me recordó cuántas buenas bibliotecas de personas que me han sido cercanas, “inocentes proyectos de los buenos”, han sido rápidamente desperdigadas a la muerte de sus propietarios, por sus indolentes descendientes.
Hace algún tiempo tengo, de cuando en cuando, la costumbre de buscar libros escritos por mi padre en un conocido portal de venta, por internet, de libros de segunda mano; siempre hay alguno, ofrecido por algún librero de Madrid o de Buenos Aires, indicando la condición en que se encuentra el ejemplar y las palabras “dedicatoria y firma autógrafas del autor” que me indican, claramente, que perteneció a alguno de sus amigos y ha sido vendido por sus descendientes a precio de papel. A veces, mirando dónde está situado el librero, atino a hacer conjeturas acerca de cuál fue el amigo paterno cuya biblioteca ya no existe más; veo hoy dos ejemplares que estando en poder de un librero del Escorial, se me antoja que pudieron pertenecer, con bastante probabilidad, al embajador de España Carlos Fernández Shaw, fino y simpático amigo de mi padre y heredero del conocido autor de numerosas zarzuelas, al que vi por última vez encontrándomelo por la madrileña calle Lagasca, unos días antes de su muerte. Amarga afición la mía.
A veces uno recibe también noticias de buenos libros, desperdigados por ahí, que pertenecieron a las bibliotecas de ancestros o de familiares; no hace mucho un librero de Nueva York ofrecía, en la buena cifra de 3000 dólares, una primera edición de “Los papeles póstumos del Club Pickwick”, de Dickens, impresa en dos volúmenes, en 1837, y con un bonito exlibris de Frederick Thwaites, primo hermano de mi tatarabuela Dolores Thwaites Rubio.
Como menciona Baroja, “Los finales de las bibliotecas suelen ser lamentables. Se van desmoronando poco a poco. Primero llega a la demolición el librero rico; luego, el pobre, y al último, el trapero[11]”. Parecería que todo bibliófilo ha de tener, entre sus familiares, al indolente ser que desperdigará su biblioteca malvendiéndola a precio de papel o, simple y atrozmente, tirándola a la basura, aduciendo un sentido práctico que viene a afirmar algo que es de todos conocido: “no hay nada menos práctico que una colección[12]”.
A ningún bibliófilo sorprenderá que las culpables del terrible fin de la biblioteca de Cincúnegui hayan sido su hermana y sus vecinas. El librero catalán Antonio Palau -autor del monumental Manual del librero Hispano-Americano, indispensable obra para cualquier estudioso de la bibliografía y que todo amante de los libros debería conocer- afirma en sus memorias que “las mujeres, salvo raras excepciones, son enemigos de los libros[13]”; y es que “las bibliotecas, ya se sabe, las forman los hombres y las deshacen las mujeres[14]”.
A veces las mudanzas, la espantosa reducción del espacio en las viviendas actuales -reduciendo el hogar simplemente a un ambiente en el que uno duerme y no al lugar en el que se vive-, llevan al propietario de bibliotecas a verse en la necesidad de realizar un expurgo en sus libros. Lamentablemente, ni siquiera las bibliotecas públicas admitirán los ejemplares expurgados[15], que finalizarán sus días en la basura.
Nunca me ha parecido posible la existencia de un genealogista que no albergue apetencias bibliófilas por los muchos y útiles libros de genealogía que existen. Nada hay más preciado por un genealogista que su biblioteca y su archivo. Libros de genealogía e historia indispensables para poder conocer el mundo en el que vivieron nuestros mayores y a los que poder recurrir tantas veces como sea necesario. Con sorpresa veo, a veces, nuevos genealogistas que creen -aún con toda honradez e ingenuidad-, que existen pocos libros o revistas de genealogía y se manifiestan muy asombrados cuando se les indica el error de su creencia. Otros, en un ejercicio de clara ignorancia, afirman, muy sueltos de cuerpo, la inutilidad de recurrir a un texto de hace varias décadas, estimando que su contenido estará superado por las nuevas investigaciones, engañándose a si mismos para ocultar su ignorancia genealógica, su tacañería a la hora de adquirir libros de genealogía, o ambas cosas a la vez.
Es claro que no existe genealogista de provecho que no cuente con una biblioteca personal a la que recurrir para elaborar sus trabajos y por la que sienta verdadero aprecio. El genealogista y su biblioteca -y también su archivo, claro está-, están indisolublemente unidos, tanto en un sentido práctico como también afectivo. También es cierto que, de no existir quien continúe el interés por ella, los descendientes del genealogista serán muy “prácticos” a la hora de deshacerse de la biblioteca que ellos consideran no tiene ningún valor ni interés.
En mis anaqueles, mezclados con mis libros de genealogía, se ubica también la buena biblioteca genealógica, con varios cientos de ejemplares, que recopiló mi padre a lo largo de varias décadas. Hace ya muchos años, a fines de los ’80, un amigo aficionado a la genealogía afirmaba, en Madrid, que la biblioteca de mi padre era “la mejor biblioteca privada histórico-genealógica del Río de la Plata existente en Europa”, exagerando -tal vez- amablemente sus palabras en razón de la amistad; esperemos que mis hijas se encuentren, en un futuro que espero lejano, entre las “raras excepciones” que menciona Palau y que no ocurra con la biblioteca de mi padre lo acontecido con la de nuestro pariente Ignacio Manuel de Altuna, y acaben “tirados… abiertos y con las hojas rotas[16]”. Pero si esto llegara a ocurrir, que al menos ocurra con mis libros lo mismo que pasó con el ejemplar de “Intermedios” perteneciente a D. Jaime Oliver: que acabe en la biblioteca de un bibliófilo, genealogista y hacedor de textos y relatos como yo, tan interesado en el propio libro como en saber a quién perteneció, y muy satisfecho de poseer un ejemplar que pasó por las manos de dos académicos de la historia.
[1] Nótese que inicié la escritura de este texto en el mes de abril de 2022. Diversas circunstancias, ajenas a mi voluntad, dilataron su finalización hasta los primeros días del mes de diciembre del mismo año. Evidentemente, en este caso, “ayer” no se refiere al día anterior a hoy. Los lectores sabrán comprender y disculpar este salto en el tiempo.
[2] BAROJA, Pío. “Intermedios”. Madrid: Espasa-Calpe, 1931.
[3] Op. cit. Pág. 163.
[4] REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA. https://dbe.rah.es/biografias/12343/modesto-lopez-otero (4 de diciembre de 2022).
[5] REAL ACADEMIA DE LA HISTORIA. https://dbe.rah.es/biografias/56738/jaime-oliver-asin (4 de diciembre de 2022).
[6] BAROJA, Pío. “Los pilotos de altura”. Madrid: Espasa-Calpe, 1986.
[7] Op. cit.
[8] PASCUAL, Emilio. “La biblioteca de Cincúnegui”. En “Cuadernos de literatura infantil y juvenil” nº 172. Barcelona, 2004.
[9] https://aunamendi.eusko-ikaskuntza.eus/eu/real-seminario-patriotico-bascongado-de-bergara/ar-124800/ (14 de abril de 2022)
[10] ROUSSEAU, Juan Jacobo. “Retrato del caballero guipuzcoano D. Ignacio Manuel de Altuna”, en Revista Bascongada.
http://w390w.gipuzkoa.net/WAS/CORP/DBKVisorBibliotecaWEB/visor.do?ver&amicus=178878&amicusArt=301520 (14 de abril de 2022)
[11] BAROJA, Pío. Op. cit.
[12] MENDOZA DÍAZ-MAROTO, Francisco. “La pasión por los libros. Un acercamiento a la bibliofilia”. Madrid: Espasa Calpe, 2002.
[13] Reproducido en MENDOZA DÍAZ-MAROTO, Francisco. Op. Cit.
[14] Op. Cit.
[15] El autor vivió, lamentablemente, esta situación, en que la biblioteca pública de una localidad madrileña rechazó la donación de numerosos interesantes libros, aún de buenas ediciones. Muchos bibliotecarios, en lugar de agentes difusores de conocimiento y cultura, parecen simples despachadores de últimos best-sellers provistos de tapas con letras doradas y contenido de dudosa calidad; en poco se diferencia su trabajo de quien despacha pan o fruta y verdura.
[16] Op. Cit.