Vanidades y un payaso de terracota
Hace unos días, en uno de tantos grupos de genealogía en internet, se estableció una seria discusión acerca de la imagen de una señora. Unos decían que no debería hablarse de ella públicamente puesto que, fuera de la relevancia social que le aportaba su linaje y condición, no tenía mayor interés.
Actualmente -posiblemente también en un pasado no muy lejano-, la relevancia social es objeto de interés para mucha gente, dispuesta incluso a pagar para estar al tanto de a qué reuniones o eventos acuden ciertos personajes del papel couché. Resulta curioso que esa misma relevancia, hoy en día, no siempre concuerda con los cánones que regían algunas décadas atrás; revistas como Point de Vue y Hola resultan medios absolutamente estúpidos, con ventas millonarias.
Quienes nos interesamos por los linajes más allá de la crónica boba y engreída de las revistas del corazón, sabemos que en todas las familias de insigne linaje hay también personajes que han vivido una existencia difícil, en la cual las circunstancias no han permitido desarrollar la vida relevante que se les presumiría por su ilustre nacimiento.
Hoy en día -en que la pandemia del Coronavirus aún está cerca- hay muchas enfermedades cuyo contagio no presenta mayor preocupación para quienes salen a la calle; contraer algunas afecciones infecto-contagiosas no resulta nada que no se quite con un antibiótico y no nos atemoriza en absoluto, pero no siempre fue así.
Vino entonces a mi recuerdo un payaso de terracota que poseo -en principio tan irrelevante como puedan ser, en mi opinión, los personajes que aparecen en el papel couché-, que conservo por el mismo motivo que lo conservaron mi madre y mi abuelo: simplemente porque fue el juguete preferido de Felipe Martínez de Hoz, único hijo de mi tía Pepita Molina Salas, hermana de mi bisabuela.
Josefa Molina Salas, a quien todos llamaban Pepita, se había casado a los 21 años, el 30 de junio de 1890, con Felipe Martínez de Hoz Llavallol, quien contaba entonces con 23 años de edad y había nacido en una conocida y acaudalada familia porteña, que tal vez presagiara para él ese futuro relevante más allá de lo estrictamente social.
En marzo de 1891 nació el único hijo de la pareja, Felipe Martínez de Hoz, que fue bautizado como Emilio Felipe José y sostenido en la pila bautismal por sus abuelos paternos, Emilio Martínez de Hoz y Mercedes Llavallol.
Pero la felicidad, a veces tan esquiva por motivos insospechables, tuvo poca duración para la joven pareja. Mientras el niño Felipe crecía jugando en su cuna y llevándose a la boca -como hacen todos los niños- su payaso de terracota, le diagnosticaron a su padre una enfermedad que entonces resultaba terrible: se había contagiado la tuberculosis. Lamentablemente eso no fue todo; el padre, jugando y arrullando tiernamente a su criatura, había contagiado la letal enfermedad al niño Felipe, que sin sospechar su triste destino seguía sonriendo al ver a su payaso.
El hijo de tía Pepita murió, tuberculoso, antes de cumplir un año de vida. Dice la tradición familiar que su padre, al saber que había contagiado a su hijo la tuberculosis, entró en un estado de tristeza que aceleró el desarrollo de la enfermedad y murió “en plena juventud, poco después de casado, pero sobrevivió en el recuerdo de su esposa, mientras ésta vivió, manteniéndole una fidelidad total y llevando por él un luto exagerado[1].” Viuda, joven y sin recursos, Pepita Molina Salas de Martínez de Hoz se acogió al hogar de su hermana -mi bisabuela-, viviendo toda su vida con ella y con sus sobrinos, que la querían como una segunda madre.
Los actuales seguidores de la prensa rosa, amantes de las crónicas bobas y engreídas, dirían que el niño Felipe Martínez de Hoz Molina Salas habría nacido entre algodones y se deslumbrarían mencionando a sus familiares paternos como se deslumbran actualmente con cualquier socialité que figure en el Point de Vue, o con cualquier farandulero que se mencione en el Hola, dando gran pábulo a lo que no es más que tontería y vanidad.
Su bisabuelo, Narciso Alonso Armiño, en 1794[2] había llegado al Río de la Plata desde el burgalés valle de Valdivieso -señoreado, desde la preciosa y fuerte torre de Valdenoceda, por los Velasco-, adoptando en éstas tierras el apellido de su tío materno, José Martínez de Hoz, alcalde, regidor y vocal del Real Consulado de Comercio de Buenos Aires, quien en el Cabildo Abierto del 22 de mayo votó “Que no encuentra bastantes datos para considerar necesaria la remoción del Excmo. Sr. Virrey; pero que para evitar todo recelo, gobierne con asociación de dos individuos que tenga a bien nombrar el Excmo. Cabildo[3].” Embarcado en La Coruña para realizar el viaje a Buenos Aires, Narciso viajaba acompañado de su correspondiente información de hidalguía asegurando que sus mayores “cada uno en su tiempo son y fueron tenidos y reputados por nobles de sangre. Y lo mismo sus ascendientes y descendientes; no causantes de Moros Moriscos ni otra secta reprobada por el Santo Oficio de la Inquisición[4].”
Su abuelo, Emilio Martínez de Hoz, había sido propietario de grandes extensiones de campo en el norte de la provincia de Buenos Aires.
En el noroeste de la provincia, sobre el río Paraná, se extendía la estancia “El Paraíso”. Con un frente de 3.800 varas sobre el río y un fondo de 18.000. Su tierra, al decir de Estanislao Zeballos “era de oro” cuando se le pedía rendimiento con la oveja o el arado.
El señor Emilio Martínez de Hoz era el director de este establecimiento. Procreó allí una cabaña de lanares de sangre merino francesa. La guerra civil había hecho pasar curiosas vicisitudes a este rebaño, por hallarse, justamente, en la zona por donde merodeaban los ejércitos de Buenos Aires y la Confederación.
En 1859 el rebaño puro de esta estancia fue amenazado por la invasión de los confederados y para salvarlo untaron las ovejas con jabón negro y luego las revolcaron en la arena; el aspecto que presentaban era tan desagradable, repugnante y enfermizo que milagrosamente se salvaron del consumo militar.
En 1861, durante la guerra que llevara al desenlace con la batalla de Pavón, el señor Martínez de Hoz logró, apresuradamente, embarcar sus ovejas en la goleta “Sifredi” que navegaba por el río Paraná. Así consiguió ocultarlas en las islas y de este modo salvarlas por segunda vez de una exterminación segura[5].
Su padre, Felipe Martínez de Hoz Llavallol, tuvo la desgracia de ver morir párvulo a su único hijo no mucho antes de hacerlo también él, siendo tremendamente joven; pero los amigos de las crónicas rosas de hubieran fascinado al saber que era sobrino de la condesa de Sena -viuda de su tío José T. Martínez de Hoz, que en 1854 había adquirido las 20.000 hectáreas sobre las que fundó la estancia Chapadmalal[6], primer presidente de la Sociedad Rural Argentina y presidente del Banco de la Provincia de Buenos Aires[7]-; primo hermano del famoso turfman Miguel Alfredo Martínez de Hoz, que se había educado en el prestigioso colegio de Eton, en Windsor, y que había adquirido para su haras[8] a los campeones Craganour y Botafogo; primo también de las hermanas Eleonor[9], baronesa von dem Bussche-Haddenhausen, y Carolina[10], princesa Maziroff, cuyo marido fue edecán del zar Nicolás II.
El propio niño Felipe también hubiera epatado a los bobos admiradores del papel couché, como primo segundo de José Alfredo y Miguel Martínez de Hoz, que adquirieron a Rustom Pashá, de manos del príncipe Aga Khan[11], para su Haras de Chapadmalal; o de María Julia Martínez de Hoz[12], condesa de los Llanos (G. de E.) y marquesa de Salamanca; o de Mathilde Martínez de Hoz[13], princesa Kinsky von Wchinitz und Tettau.
Tía Pepita Molina Salas, su marido y su hijo podrían haberse limitado a tener esa insulsa relevancia social que tanto agrada a quienes ojean las revistas del colorín mientras esperan turno en la peluquería, frecuentando las grandes casas y palacios de sus primos en Buenos Aires, Viena, Madrid, Praga o Moscú. Sin duda reunían también las condiciones para haber desarrollado una vida relevante, mucho más allá de lo referido estrictamente a las relaciones de sociedad que tanto agradan a los lectores del papel couché y que tan vacías se muestran a las personas que presentan un mínimo interés intelectual. Pero la muerte -implacable e impredecible-, que no entiende de fortuna, de linaje, ni de relevancia social, segó muy pronto la vida del padre y más aún la del hijo. Pepita conservó siempre, con cariño, el payaso de terracota de su hijo; lo hicieron luego mi abuelo, mi madre, y desde hace algunos meses -en que mi madre me lo dió- lo conservo yo.
La vida es efímera y la vanidad social, intrascendente; la muerte llega a todos por igual. Del niño Felipe Martínez de Hoz ya sólo queda un payaso de terracota, que no interesará a ningún vanidoso lector de revistas de sociedad.
[1] SÁNCHEZ VIAMONTE, Carlos. “Crónicas de ayer y de hoy: sesenta años del vivir argentino”. Puebla: Cajica, 1971.
[2] CUTOLO, Vicente Osvaldo. “Nuevo diccionario biográfico argentino”. Buenos Aires: Elche, 1975.
[3] PEREIRA LAHITTE, Carlos T. “Martínez de Hoz, José”, en “Hombres de Mayo”. Revista Genealogía nº 13. Buenos Aires: Instituto Argentino de Ciencias Genealógicas, 1961.
[4] GUZMÁN, Yuyú. “el país de las estancias”. Tandil, 1983.
[5] MONCAUT, Carlos Antonio. “Pampas y estancias” City Bell: El Aljibe, 1978.
[6] SANTÁNGELO, Oscar, y SPILIMBERGO, María I. C. de. “Nuestras estancias”. Buenos Aires: Casa Pardo, 1968.
[7] CARREÑO, Virginia. “Estancias y estancieros”. Buenos Aires: Goncourt, 1968.
[8] Op. Cit.
[9] HEREDIA GAYÁN, Alberto Martín. “Descendencia de don Claudio Stegmann Köphen”, en revista “Genealogía Familiar” nº 3. Madrid-Buenos Aires: Temperley, 2014.
[10] Op. Cit.
[11] GUZMÁN, Yuyú. Op. Cit.
[12] Op. Cit.
[13] HEREDIA GAYÁN, Alberto Martín. Op. cit.