La documentación y las fuentes en el trabajo genealógico
Cualquiera que se acerque a los estudios genealógicos en los tiempos actuales, lo hará posiblemente buscando información y contenido en ese gran repositorio de datos -algunos veraces y de calidad, y otros muchos no tanto- que es internet. Pero como el ser humano no puede negar que en su esencia es una criatura gregaria, rápidamente buscará foros de esta temática en los cuales departir con otras personas que presenten sus mismas inquietudes.
Posiblemente, al poco tiempo de frecuentar estos foros y de buscar contenidos en la web, se topará con una frase que -usando un término muy común en internet- se ha viralizado en la red y es repetida hasta el cansancio por los nuevos genealogistas, aun cuando la mayoría de ellos no tiene realmente muy claro lo que es una fuente histórica y, con demasiada asiduidad, las supeditan únicamente a las partidas sacramentales[1].
La frase en cuestión dice “Genealogía sin fuentes es mitología”. Pudiera parecer una frase amable, llena de certeza, si no fuera porque el estudio de la genealogía -como historia que es- siempre se realiza mediante el estudio de las fuentes; y eso dejando de lado que la mayoría de las personas que gustan de repetir esta frase suelen limitar sus estudios a un único tipo de fuentes, las escritas -y dentro de ellas, habitualmente las supeditan a los libros sacramentales-, llegando incluso a desdeñar el uso de los otros tipos de fuentes.
Es claro que al acometer cualquier estudio genealógico lo primero que haremos será recopilar información y documentarnos sobre el asunto a tratar. Por ello es interesante que sepamos primero qué es un documento, cómo suelen crearse y qué es la documentación y para qué existe.
El propio término de documento es un término relativamente reciente. Aparece por primera vez en el título de un libro atribuido al rey Sancho IV, llamado “Castigos e Documentos”, de finales del s. XIV. En su diccionario, Antonio de Nebrija recoge el término “Documentum” con el significado de doctrina o enseñanza. Alfonso de Palencia lo recoge en “Universal Vocabulario”, de 1490, diciendo: “Documenta son exemplos para saber e semeiança para que meior entiendan.” No será hasta el “Diccionario de Autoridades” de 1817 cuando al carácter moralizante y de enseñanza se añada una nueva acepción, la de instrumento probatorio de algo; y recién en 1852 aparecerá el verbo “documentar” y el adverbio “documentalmente”.
Paul Otlet[2], en su “Tratado de Documentación” de 1934, utiliza la voz “libro” como “término convencional expresado para designar todo tipo de documentos que, de otra parte, presentan una doble faz: A) Como resultado de una creación intelectual del hombre, y B) Una vez reproducido, como objeto de cultura y civilización[3].”
Vemos de esta manera que un documento responde a una creación intelectual y sirve de transmisión, no sólo de un mensaje, sino de nuestra propia cultura. Aunque Otlet utilice el término “libro”, es claro que no sólo los libros -conforme los entendemos hoy- cumplen con esta doble faz creativa y cultural.
Inicialmente el libro, muy anterior a la escritura, fue oral: “conjuntos de pensamientos o mensajes estructurados y ordenados para su transmisión oral en el tiempo y en el espacio que se concibieron, crearon y difundieron antes de la invención de la escritura o con independencia de ésta cuando estaba en uso[4].”
La “Ilíada” y la “Odisea”, por ejemplo, fueron libros orales hasta que fueron transcriptos muchos siglos después de su creación; y en la antigüedad el libro oral tuvo, incluso, mayor predicamento que el libro escrito. Sócrates y Platón, por ejemplo, sentían rechazo hacia el libro escrito debido a que veían en él a un sustituto del maestro.
Aún hoy perdura el libro oral; pongamos como ejemplo la transmisión verbal que los judíos hacen de la Misná y de la Torá; o los musulmanes, entre quienes saber de memoria el Corán supone un grado elevado de conocimientos.
Como bien dice Hipólito Escolar, “ha de resultar extraña la denominación de libro para algo que no tiene una forma material tangible. Pero una cosa es el contenido o mensaje y otra la forma material en que se presenta. Ésta ha variado, además, sustancialmente a lo largo de la historia y, al parecer, va a continuar variando[5].”
Posteriormente el libro oral deriva en lo que Escolar llama “Libro histórico”, es decir “el transcrito mediante un sistema de escritura en una materia duradera que puede ser transportada con facilidad y a cuyo contenido se tiene acceso sin que sea precisa la presencia del autor del mensaje o de su recitador[6].” El primer libro escrito del que tenemos noticias son las tablas de arcilla mesopotámicas.
Es precisamente este concepto al que Otlet llama libro, y al que también se refiere Escolar -transmisor de información y cultura- a lo que podemos llamar documento.
Podríamos decir que el documento es, pues, cualquier tipo de información unida a un soporte.
Lógicamente, el trabajo de cualquier persona que cultive la historia y la genealogía se basa en el estudio de las fuentes documentales, y normalmente del estudio de estas fuentes surgirá un desarrollo de esta observación y unas conclusiones que, a su vez, generarán un nuevo documento.
Ya para Otlet la documentación tiene como objeto el estudio de los documentos, y la define como “ciencia general, auxiliar de todas las demás, que les impone sus normas desde el momento en que ellas transmiten sus resultados en forma de documentos[7].”
De entre los estudiosos modernos de la Documentación, López Yepes dice que “puede definirse como aquella ciencia general que tiene por objeto el estudio del proceso de comunicación de las fuentes documentales para la obtención de nuevo conocimiento[8]”, añadiendo que “Todo depositario de documentos se convierte en documentalista cuando analiza aquéllos e informa (documenta) acerca de su contenido al usuario o investigador[9].”
Sagredo Fernández e Izquierdo Arroyo dan la siguiente definición: “La Documentación es el proceso de comunicación por el que un individuo (persona o colectividad) recibe las referencias de unos objetos (los «documentos») debidamente tratados -opcionalmente también esos mismos objetos referidos- expresa o presuntamente pedidos (demandados), relativos a un determinado dominio de la actividad social que el individuo desempeña, tales que le hacen competente (en su doble sentido) para el ejercicio de esa actividad, cuando atinadamente los maneja[10].”
Indudablemente, cualquier genealogista deberá primeramente documentarse para adquirir los conocimientos necesarios, estudiar, analizar y procesar esas fuentes documentales para poder obtener un nuevo conocimiento que, en la mayoría de los casos, generará una nueva documentación.
Si para desarrollar nuestros trabajos históricos y genealógicos hemos de documentarnos, también hemos de ser conscientes de la forma en que se han generado muchos de esos documentos.
Hemos hablado antes de que muchos libros orales no tomaron su forma escrita hasta mucho tiempo después de haber sido creados. Es cierta la similitud que existe con estos libros orales en la forma en que aún hoy se generan muchos documentos escritos; cuando en el expediente de un juicio queda anotado el testimonio de algún testigo, se está generando un documento escrito desde un relato oral; igualmente ocurre cuando alguien decide escribir su autobiografía; o cuando una persona otorga testamento, el escribano o notario simplemente da fe de lo que le manifiesta el otorgante, pero genera un nuevo documento escrito en el que transcribe lo que le fue referido de manera oral. Otros documentos, sin embargo, habrán sido generados mediante el estudio de diferentes documentos escritos, sin haber sido parte de su creación el testimonio oral.
Al afrontar cualquier trabajo histórico “una de las tareas más difíciles con las que se enfrenta el historiador es la de reunir los documentos que cree necesitar y sin los cuales no podría fundamentar ningún tipo de investigación ...es importante aclarar que los datos y documentos son esenciales para el historiador, pero éstos por sí solos no constituyen historia. Sin embargo, la historia parte de una materia prima que el historiador trabaja con sus propias herramientas. Esa materia prima suele llamarse fuentes[11].”
El investigador se encontrará, de esta manera, con que las fuentes a las que puede recurrir para documentarse pueden ser orales, escritas, iconográficas, tecnológicas y de otros tipos.
En el caso de las orales hemos podido ver cómo constituyen una parte muy importante como prueba testifical de las cosas y de los hechos, y que si bien suelen ser despreciadas por los genealogistas nóveles, su transcripción puede llegar a generar documentación judicial, administrativa o eclesiástica que éstos mismos genealogistas nóveles suelen tener en importante consideración.
En algunos casos es imposible el estudio de algunas familias sin utilizar estas fuentes orales, aunque hoy en día las utilicemos ya transcriptas por investigadores de otras épocas. Es el caso de muchas familias indígenas americanas, cuyas generaciones fueron transmitidas de manera oral durante mucho tiempo, hasta que su transcripción ha llegado hasta nosotros, a veces de manera bastante reciente en el tiempo[12].
Aún hoy recurrir a las fuentes orales constituye una aportación de gran contenido para cualquier genealogista. La aportación de datos que puede proporcionarnos el testimonio oral de los miembros más ancianos de una familia suele constituir un activo invaluable para cualquier persona que afronte un estudio genealógico. Muchas veces es la única manera en la que podemos recabar datos acerca del temperamento o del pensamiento de algunos ancestros, o de hechos o circunstancias que vivieron.
Las personas mayores no sólo pueden aportar el testimonio de sus propias vidas, sino de la de sus abuelos, o incluso de lo que oyeron a sus abuelos hablar de sus propios abuelos, aportando datos de los que no podríamos disponer de otra manera. Las fuentes orales reivindican, de esta manera, la gran importancia que tienen, logrando “superar cierto tipo de escepticismo, imponiéndose no solamente como una técnica de recopilación de información, sino que representa en la actualidad una concepción más democrática en la investigación[13].”
Las fuentes escritas constituyen la mayoría de los documentos a los que podremos tener acceso en la mayor parte de nuestras investigaciones y en los que habitualmente sustentaremos nuestros trabajos históricos y genealógicos, muchas veces son el resultado de transcribir una información oral; están constituidas por documentos públicos y privados, prensa y revistas, libros, memorias, diarios, correspondencia, etc.
Las fuentes iconográficas son de mucha importancia en algunas parcelas de la historia, están constituidas por las imágenes y fotografías, retratos, obras pictóricas y escultóricas, mapas, planos, diagramas, obras arquitectónicas y restos arqueológicos, películas, etc.
En la actualidad debemos dar un lugar, cada vez más prominente, a las nuevas tecnologías. Innumerables son los documentos que se encuentran actualmente en soporte digital; cada vez más archivos afrontan la extraordinaria labor de digitalizar sus fondos; la propia internet supone una enorme red de acceso a innumerables contenidos e información, algunas veces de acceso libre y otras no tanto.
Es indudable la importancia que ha cobrado la informática, como soporte documental en las últimas tres décadas, desde la aparición de los primeros procesadores de texto y paquetes ofimáticos hasta la actual -y siempre en continua evolución- red internet, pasando por los considerables avances en la captación, codificación y tratamiento de imágenes digitales, y en la conservación de archivos digitales con una capacidad cada vez mayor de almacenar datos y de acceder a esa información, incluso de forma remota, en lo que actualmente se denomina en el ámbito informático como Big Data.
Catalogamos como otras fuentes a aquellas que no podemos encasillar en la estructura anterior y que, muchas veces, corresponden a útiles, herramientas, instrumentos o enseres de trabajo o elementos cotidianos que permiten ilustrarnos sobre los modos de vida ancestrales.
Dentro de cada apartado, las fuentes se dividen a su vez en primarias y secundarias dependiendo del nivel de relación que las fuentes mantengan con los hechos que estudiemos, lo que determina en gran manera su valor. De tal forma una “fuente primaria es aquella que está directamente relacionada en términos de tiempo y espacio con el evento, hecho, suceso u ocurrencia que se estudia[14].”
Por contra, una fuente secundaria es aquella que se ha generado sin mantener un contacto directo con el evento estudiado, como por ejemplo la información que podemos encontrar en un libro de historia, información que habrá sido ya estudiada y tratada por su autor normalmente en época y lugar diferentes a los de los hechos; “tiene por lo general un valor limitado por causa de las distorsiones que sufre la información al pasar de un emisor a un receptor[15].”
De todos modos con esta clasificación no finaliza la labor del investigador frente a las fuentes, sino que es necesario que el investigador efectúe también una labor crítica de la documentación de la cual dispone para determinar qué documentos le serán útiles en su trabajo y en qué medida lo serán. El investigador deberá determinar la época de cada documento y su autoridad, y la autenticidad de los mismos. ¿Es ésta una fuente auténtica? ¿Sus datos son verídicos o han sido falseados? ¿Constituye, tal vez, una broma y sus datos no deben ser tenidos en cuenta? ¿Cuál es la autoridad de esta fuente?
Es indudable que, del mismo modo en que se cometen hoy en día, también en el pasado existieron las falsedades documentales, los escribanos o notarios poco escrupulosos, los funcionarios bromistas y los sacerdotes de frágil memoria. Esto no significa, en ningún modo, que todos los documentos antiguos contengan falsedades y no sean útiles para nuestros estudios ya que, al igual que hoy, la gran mayoría serán documentos veraces, o al menos nos darán una impresión de veracidad. Depende de nosotros el determinar tanto la imagen de veracidad de estos datos como la relevancia que los mismos pueden tener para nuestra investigación.
En todo caso siempre se ha de tener en cuenta que cualquier documento que certifique un hecho sólo da fe del hecho en si y no de los otros datos que pueden consignarse en esa certificación, aunque puedan ser importantes en nuestras investigaciones; tienen, eso sí, una imagen de veracidad.
De tal manera, en una partida sacramental el cura párroco dará fe de que determinada persona ha recibido el sacramento. Ese es el hecho indubitable, la fecha, el nombre de padres y abuelos y sus lugares de procedencia son datos que si bien pueden estar consignados en la partida, sólo tienen una imagen de veracidad[16].
En el caso de un documento notarial, el escribano o notario dará fe de lo que la persona le manifiesta, aunque no necesariamente lo manifestado ha de ser totalmente verídico. En un testamento podremos encontrar que el testador declara ser padre de un número determinado de personas y, sin embargo, haber tenido más hijos de los que manifiesta[17].
En algunos casos más puntuales podremos encontrar que existen documentos notariales, judiciales, etc., a los que normalmente otorgamos esa imagen de veracidad, que constituyen directamente una manifiesta falsedad documental; pudiendo ser precisamente esta falsedad el propio objeto de nuestro trabajo[18].
Otras veces encontraremos documentos que han sido elaborados para constituir una broma, con el ánimo de crear cierta intriga o confusión de cara a las investigaciones futuras[19].
También hay documentos que si bien son de gran utilidad, como los censos de población, hemos de saber que nos dan la certidumbre de las personas empadronadas en esa población o de los habitantes de un domicilio, pero era habitual que los propios habitantes manifestaran datos que faltan a la verdad, especialmente en el caso de las mujeres y de las edades que manifiestan tener[20].
Convengamos entonces en que mediante el estudio y la valoración de las fuentes el genealogista afronta una metodología de trabajo, desde la que abordará sus hipótesis y buscará las respuestas a ellas para plasmar también sus conclusiones.
Una vez que el genealogista decide el objeto de su investigación y comienza a documentarse, es fácil intuir que la mayoría de las fuentes de las que disponga serán escritas y provendrán de dos espacios que, ciertamente, resultan familiares para todo genealogista: la biblioteca y el archivo.
Si bien hemos mencionado antes la importancia de las nuevas tecnologías y la colaboración que brinda internet, todo genealogista con cierta experiencia sabe que no todo puede conseguirse online. Muchas monografías de genealogía e historia sólo pueden ser accesibles visitando las bibliotecas, y la gran mayoría de los documentos se encuentran en archivos que no tienen sus fondos digitalizados y accesibles mediante internet. Sin embargo, el acceso a estas fuentes resulta, la mayoría de las veces, fundamental para elaborar un trabajo histórico-genealógico.
Si bien no nos es posible atesorar en nuestra propia biblioteca todo lo que podamos necesitar para desarrollar nuestros trabajos, es algo común que los genealogistas cuenten con una nutrida colección de libros de esta temática, que le permita disponer de referencias acerca de los linajes, regiones o temáticas de su interés, así como mantenerse al día de las investigaciones llevadas a cabo por otros genealogistas. En este último aspecto sobresalen las revistas y boletines genealógicos, las comunicaciones y actas de los congresos de genealogía, etc., de gran interés para cualquier estudioso de esta ciencia.
Algo similar ocurre también con el archivo, siempre en continuo crecimiento, ya sea con documentación original -procedente de nuestra propia familia y de nuestros ancestros- o con copias obtenidas en los diferentes archivos; con notas, esquemas, anotaciones, etc., producidas por nuestra propia mano y que muchas veces esperan latentes a ser utilizadas en futuros trabajos. Así, el investigador se convierte, de alguna manera, también en documentalista, bibliotecario y archivero.
[1] Posiblemente influenciados por la gran cantidad de imágenes de libros sacramentales que los mormones han puesto online, y que pueden visualizarse cómodamente desde nuestro ordenador sin tener que desplazarnos a uno de sus Centros de Historia Familiar, como se había que hacer hasta no hace mucho tiempo.
[2] Uno de los fundadores de la documentación moderna, autor del primer libro sobre documentación escrito en el mundo.
[3] LÓPEZ YEPES, José. “Paul Otlet y la fundación de la Ciencia de la Documentación”, en “Fundamentos de Información y Documentación”, José López Yepes (compilador). Madrid: Ediciones de la Universidad Complutense, 1990.
[4] ESCOLAR, Hipólito. “Historia del libro”. Madrid: Fundación Germán Sánchez Ruipérez, 1988.
[5] ESCOLAR, Hipólito. Op. cit.
[6] ESCOLAR, Hipólito. Op. Cit.
[7] En LÓPEZ YEPES, José. “Qué es Documentación”, en “Fundamentos de Información y Documentación”, Op. cit.
[8] Op. Cit.
[9] Op.cit.
[10] SAGREDO FERNÁNDEZ, Félix; e IZQUIERDO ARROYO, José Mª. “La concepción ordinaria de Ciencia de la Documentación”; en “Fundamentos de información y documentación”, José López Yepes (compilador). Madrid: Ediciones de la Universidad Complutense, 1990.
[11] JIMÉNEZ BECERRA, Absalón. “Algunos elementos para la investigación en historia”. Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional, 2004.
[12] Tómese como ejemplo las líneas familiares precolombinas y algunas líneas indígenas patagónicas, cuya transcripción de la segunda mitad del s. XIX resulta bastante reciente.
[13] JIMÉNEZ BECERRA, Absalón. Op. cit.
[14] GRAJALES GUERRA, Tevni. “La metodología de la investigación histórica: una crisis compartida”. En revista Enfoques, vol. XIV, núms. 1 y 2. Libertador San Martín (Entre Ríos, Argentina): Universidad Adventista del Plata, 2002.
[15] GRAJALES GUERRA, Tevni. Op. cit.
[16] El propio matrimonio de los abuelos del autor está consignado en el libro sacramental como celebrado en diferente fecha al día en que realmente se celebró, indudablemente por despiste del cura párroco.
[17] Es conocido el hecho de que don Bruno Mauricio de Zavala, fundador de Montevideo, enumeró a varios hijos -todos naturales- al testar, pero no lo hizo con otro de ellos, se intuye que “por haber sido su madre probablemente india.”
[18] Ejemplo de esto es el trabajo del autor “Las tres abuelas de don Marcos José de Larrazábal, caballero de Santiago”, en revista Genealogía Familiar nº 2. Madrid-Buenos Aires: Ed. Temperley, 2014.
[19] Este es el caso de una conocida ficha que se encuentra entre las existentes en los archivos estatales del Brasil, que supuestamente da fe del ingreso en ese país de un supuesto hijo de Adolf Hitler y de Eva Braun.
[20] Aunque pudiera parecer una broma actual, resulta divertido comprobar que casi ninguno de estos datos en lo referente a la edad de las señoras suele ser auténtico, en una simpática muestra de coquetería femenina.