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Guipúzcoa y el Himno Nacional

Hoy hace ya 524 años que el navegante andaluz Rodrigo de Triana avistó por primera vez América y emitió ese grito tan ansiado por la tripulación de las tres carabelas: ¡Tierra!

Como todos los años, podré ver en la televisión el desfile militar por el paseo de Recoletos, que por idéntico al de todos los años ya casi no atrae mi atención.

Preferí recordar los festejos que, en esta misma fecha, vi celebrar muchas veces en la avenida 9 de julio de mi Buenos Aires natal. El “Día de la Raza” carecía de ostentación marcial, siendo una celebración civil, popular, en la que se tenía un simpático recuerdo hacia el Almirante Colón y hacia nuestro acervo cultural, nuestras tradiciones, hacia lo recibido de nuestros mayores.

 

Pbro. José Antonio Picasarri
Pbro. José Antonio Picasarri

Recuerdo cómo, a lo largo de la avenida, las asociaciones de inmigrantes españoles lo celebraban mostrando sus tradiciones más folclóricas: la música y el baile. Allí sonaban este día jotas, muñeiras, pasodobles… y las bonitas muchachas bailaban con una sonrisa en la cara, ataviadas con sus respectivos trajes regionales.

El recuerdo de esta celebración del “Día de la Raza”, como americano, me emociona mucho más que el desfile del “Día de la Hispanidad” en Madrid. No puedo dejar de percibir en el desfile actual cierto recuerdo al “Desfile de la Victoria” del Gral. Franco en la Guerra Civil. El momento en el que el público español más se emociona, y lo más comentado todos los años, siempre suele ser cuando desfilan los legionarios, precedidos de su inseparable cabra, y los regulares de Ceuta y Melilla, todos cuerpos militares que no dejan de ser reminiscencias de un pasado colonial africano que nada tiene que ver con el descubrimiento de América.

Como alguna vez los meteorólogos han de acertar en sus vaticinios, hoy el día amaneció lluvioso y frío, y por primera vez en esta temporada encendí la chimenea de mi casa. Mientras miraba chisporrotear la leña en la chimenea, volví a pensar en el “Día de la Raza” de mi infancia, en esa “Hispanidad” americana, que siempre recibió generosa a “todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino” y especialmente a quienes, en las grandes inmigraciones ocurridas aproximadamente entre 1880 y 1950, venían de la “Madre Patria” buscando la manera de paliar la miseria en un país afín a su cultura y trayendo en su petate todas sus tradiciones y recuerdos ancestrales.

Todos saben que en esas grandes migraciones a la Argentina fueron muchos gallegos, pero también fueron muchos vascos. Muchos de ellos se radicaron en las zonas rurales, donde la “palabra de vasco"  representaba la garantía más absoluta del cumplimiento de un acuerdo. Recordé algunos apellidos vascos que oí muchas veces en los pagos de Chascomús: Aldabe, Inurrieta, Etcheto, Laurnagaray… y no pude evitar recordar los lugares guipuzcoanos, en los que crecieron y vivieron mis ancestros, que visité el pasado fin de semana.

Había vuelto a Segura una vez más, la villa guipuzcoana que fundó el rey Alfonso X en el año 1256 para proteger el camino que unía Castilla con Francia atravesando el curiosísimo túnel de San Adrián -creado de forma caprichosa por la propia naturaleza- y de la que proceden mis ancestros Arrúe y Picasarri.

El primero en salir de allí con destino a Buenos Aires fue don Pedro Ignacio de Picasarri, deán de la catedral porteña y que en varias ocasiones tuvo a su cargo el gobierno de la diócesis, por ausencia y designación del obispo. A sus evidentes aptitudes eclesiales se unía la interesante condición de ser músico. Había pasado a América en 1770, nombrado maestrescuela de la catedral, en compañía de su jovencísimo pariente Juan Bautista Goiburu, nacido también en Segura.

El Deán Picasarri construyó en Buenos Aires, en 1788, una casa de altos, y enseñó a su pariente Goiburu sus más preciadas habilidades. Así Goiburu se convirtió también en sacerdote y en músico.

Juan Pedro Esnaola
Juan Pedro Esnaola

Bajo la protección del Deán Picasarri pasaron a Buenos Aires dos de sus sobrinos, José Antonio y Josefa Teresa de Picasarri, hijos de su hermano Xavier Ventura de Picasarri, conocido personaje en Segura por haber desempeñado numerosos cargos en su ayuntamiento.

Como era de esperar, el primero recibió de su tío el Deán y del presbítero Goiburu, las enseñanzas que lo convirtieron en sacerdote y en músico; y su hermana casó en Buenos Aires con el también guipuzcoano José Joaquín Esnaola, y fue madre de Juan Pedro Esnaola, el famoso maestro que sentó las bases de la música en la Argentina y que realizara los arreglos para que el Himno Nacional Argentino suene hoy como estamos acostumbrados a oírlo.

Pero el presbítero José Antonio Picasarri no quiso abrazar los caminos de Mayo y se mantuvo realista, manteniendo su adhesión al obispo, opuesto a la Revolución.

Fue confinado en San Miguel del Monte y en Famatina, junto a otros “expatriados por sospechosos á el gobierno”; en 1813 cesa en sus funciones en la catedral. Picasarri se negó a obtener la carta de ciudadanía de las Provincias Unidas, hasta que en 1818, atendiendo a la orden de Pueyrredon intimando a los eclesiásticos que no hubieran adoptado la ciudadanía del Río de la Plata, es llamado a salir del territorio en el término de dos meses. Rifa su “piano grande perpendicular” a onza el número y solicita el pasaporte acompañado de su sobrino Juan Pedro Esnaola.
Una vez en Europa, presenta una relación de méritos al rey, avalada por los testimonios de otros famosos realistas como el marqués de Sobremonte, el obispo Orellana y fray Fernando Cano, electo obispo de Antioquía; pero para premiar su fidelidad a la real persona y las persecuciones sufridas, el rey le designa un cargo en la catedral de Trujillo, en el Perú. Cargo que jamás podrá desempeñar, porque para esas fechas y en plena guerra de la Independencia, el rey no tenía ya jurisdicción sobre esos territorios peruanos. Esperaba pasar nuevamente a América con la expedición que se organizaba en Cádiz contra los movimientos independentistas americanos, pero el levantamiento de Riego fracasó la campaña.

Palacio de Arrúe, en Segura
Palacio de Arrúe, en Segura

Seguramente decepcionado por la ingratitud del soberano al que se había mantenido fiel, y sin una plaza que ocupar en la vida eclesiástica, decidió marchar a París, para que su sobrino Esnaola se educara en la música de la mano de los maestros europeos de la época. Antes de marchar a París, pasó nuevamente por su Segura natal, en donde permaneció algún tiempo y le fue encomendada otra sobrina que había quedado huérfana, Josefa Ignacia de Arrúe y Picasarri, hija de su hermana Dª Juana Bautista de Picasarri y de D. Francisco Ignacio de Arrúe y Alcíbar Jaúregui.

Convencido de que ningún empleo ni gracia podría conseguir del rey, condenado a no desempeñar su ministerio sacerdotal ni musical en el territorio gobernado por Fernando VII, a quien se habría mantenido fiel en los tiempos siguientes a la Revolución de Mayo, optó por acogerse a la “ley de olvido” de 1822 y regresar a Buenos Aires en compañía de sus dos sobrinos, dónde llegó el 29 de junio de 1822.

Tío y sobrino fundaron una famosa escuela de música, inaugurándola con un concierto en el que la figura principal fue Juan Pedro Esnaola, quien a sus catorce años deslumbró a la concurrencia. Ambos dieron a conocer en la ciudad porteña la música de Haydn, Mozart y Rossini, entre muchos otros.

Finalmente, el presbítero José Antonio Picasarri, solicitó y obtuvo su carta de ciudadanía de las Provincias Unidas, volviendo a desempeñar cargos eclesiásticos en la catedral.

El tío fue el gran promotor de la música religiosa en Buenos Aires, y el sobrino uno de los fundadores de la música en la Argentina.

Su sobrina huérfana contrajo un primer matrimonio con el capitán del barco en el que arribó a Buenos Aires, pero habiendo quedado viuda al poco tiempo, volvió a casar con un vasco francés, natural de Bayona, Bernardo Pery Etchart, cuya sucesión llega hasta nuestros días.

Si bien algunos hemos heredado esa especial simpatía por las costumbres ancestrales y por la tierra de nuestros ancestros que distingue a los vascos, lamentablemente no todos hemos heredado también el oído y la destreza musical que distinguía a los Picasarri.

Pero siempre me queda el consuelo de pensar que, de alguna manera, me transmitieron esa simpatía por la belleza del territorio guipuzcoano y por su historia. Para consolarme de lo musical siempre puedo, como hago mientras escribo estas líneas, saborear un rico queso Idiazábal, producido a un tiro de ballesta de Segura, como habrían dicho mis ancestros segurarras.

El que no se consuela es porque no quiere.

 

 

 

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