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Las armas del rey Pelayo

Los días vienen calurosos este verano y la gente combate las altas temperaturas de la mejor manera que se le ocurre.

Me disponía a aplacarlo yo tomando una rica y fresca sidra natural asturiana. Mi brazo en alto sostenía la botella muy por encima de mi cabeza y mi otra mano sujetaba el ancho vaso a la altura de la cintura mientras escanciaba la sidra formando una ligera espuma. Entonces, mirando caer el líquido en el vaso, recordé a algunos de mis ancestros asturianos.

Uno de ellos, el capitán Pedro de Cueli, había nacido en el Consejo de Llanes en 1671. Pasó a Buenos Aires donde fue Regidor, y donde se casó en 1697 con la criolla Ana Francisca Lozano de Escobar, iniciando así su descendencia porteña. Su hijo, el capitán Juan Agustín de Cueli y Lozano, fue vecino encomendero de Buenos Aires.

Una nieta de este último, Josefa Florentina Gómez Cueli, se casó en 1776 con el también asturiano y oriundo del Consejo de Llanes, capitán Miguel González de Noriega, que había nacido en Vidiago (Asturias) y, pasado a Buenos Aires, fue allí regidor del Cabildo.

El 22 de diciembre de 1787 hizo información de nobleza y limpieza de sangre ante el Cabildo porteño y su blasón —como descendiente de la familia del rey Pelayo, según dice la tradición de los Noriega— pintaba, entre otros cuarteles, un ángel con la Cruz de Covadonga y la leyenda “Pelaius et suis Victoriam.”

Pbro. José Valentín Gómez
Pbro. José Valentín Gómez

Su mujer fue hermana del presbítero  José Valentín Gómez, que se había doctorado en Teología en la Universidad de Charcas en 1795, “...prócer de la Independencia, quien recibió la espada de Posadas en la batalla de las Piedras, y fue Diputado, Consejero de Estado, Secretario y Presidente del Congreso, Rector de la Universidad de Buenos Aires, Ministro Plenipotenciario de la República Argentina en Londres y en el Brasil, Canónigo Tesorero de la Catedral de Buenos Aires y Gobernador Eclesiástico de esa Diócesis. Sus antecedentes familiares eran muy destacados...”, y a más abundancia “Fue diputado —en representación de la Banda Oriental— a la Asamblea General del Año XIII, que abolió la esclavitud y aprobó el uso de los símbolos patrios. Presidió la Comisión Permanente de la misma.”

El presbítero José Valentín Gómez era “De grande y distinguida alcurnia, adorado por su numerosísima familia, por hombres y mujeres, por viejos y niños, era un oráculo de todos y cuando entraba por la noche a los estrados, donde cien sobrinos y primos acudían a besarle las manos con indecible cariño y obsecuencia, se imponía de veras la hermosa presencia de talle y de fisonomía con que tomaba su puesto en el centro del salón, y departía con suprema cultura y amenidad... No era que su carácter fuese dulce y apacible, por el contrario, era de un temperamento alzado e imponente, un partidista firme y resuelto, activo y metido siempre en lo más arduo y comprometido de los detalles y de los conflictos revolucionarios.”

Una de los muchos descendientes que tuvieron el capitán Miguel González de Noriega y Josefa Florentina Gómez Cueli, mi 5ª abuela María Ramona González de Noriega, volvió a casarse con un asturiano. Esta vez el novio era oriundo de Cangas del Tineo, donde había nacido en 1773, y se llamaba Juan Fernández de Molina.

Tuvo en Buenos Aires destacaba actuación como estanciero, comerciante y banquero, “...ocupó una posición muy elevada por sus actividades comerciales y financieras, y fue un poderoso terrateniente en Arrecifes...”

Luchó contra los ingleses en la Reconquista y Defensa de Buenos Aires en 1806 y 1807, intervino en la “Asonada de Álzaga” para deponer al virrey Liniers en 1809 y asistió al histórico cabildo del 22 de mayo de 1810, en donde votó por el mantenimiento del virrey.

Consuegro del general Juan José Viamonte —por el matrimonio que en 1834 contrajeron sus hijos Francisco Genaro Molina y Bernabela Viamonte— compartió con éste su aversión por la tiranía de Rosas y “su casa fue asaltada por la mazorca al grito de «degüello a los Molina y al Gral. Viamonte». Su mujer fue mancillada a la salida de la iglesia con el moño federal. Junto a su familia se exiló en Montevideo en 1839, como muchos otros prohombres en aquella época de tiranía y barbarie.

Seguramente en recuerdo de los orígenes asturianos de su familia —tanto los de ella como los de su marido— su mujer hizo donación a la porteña iglesia de San Ignacio del altar de la Virgen de Covadonga. La imagen de la Virgen es del s. XVIII, de vestir, realizada en madera tallada y policromada. A sus pies, arrodillado, se encuentra el rey Pelayo, a cuya familia habría pertenecido la donante.

Altar de la Virgen de Covadonga y el rey Pelayo
Altar de la Virgen de Covadonga y el rey Pelayo

En esta capilla se realizaban los sufragios por el alma de Josefa Florentina Gómez Cueli, madre de la donante, sostenidas por una capellanía fundada en 1823 y cuyo patronato tuvo Juan Fernández de Molina hasta su muerte en 1841.

Durante la salvaje, vandálica y sacrílega quema intencionada y saqueo de las iglesias de Buenos Aires realizada por el peronismo en el año 1955, la imagen del rey Pelayo fue robada por los agresores. La que se encuentra actualmente en el altar fue colocada unos años después.

Durante la Asamblea del Año XIII, integrada como diputado por José Valentín Gómez, se prohibieron en el territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata los títulos de nobleza, los mayorazgos, las encomiendas, la mita, el yanaconazgo y los escudos de armas, entre muchas otras cosas. En octubre de 1813 la Asamblea resolvió que “no deverán desde el presente existir en las fachadas de las Casas y demás parajes públicos, armas, geroglificos, ni distinciones algunas de nobleza que digan relación a señaladas familias que por este medio tiran a singularizarse de las demás.”

Cuenta la tradición que el escudo de la casa de Juan Fernández de Molina y de María Ramona González de Noriega —que cargaba el ángel con la cruz de Covadonga— fue el primero en ser retirado en Buenos Aires a raíz de la prohibición decretada por la Asamblea del Año XIII, siendo llevado al gallinero.

La tradición familiar cuenta que el populacho de Buenos Aires, siempre ocurrente y pícaro, repetía una rima para festejar este hecho y el fin de las diferencias estamentales:

 

“A las armas de Pelayo
las cagó el gallo”

 

Mientras la sidra fresquita me refrescaba el gaznate, recordé una sidra que me tomé hace ya muchos años en un bar cualquiera de Gijón. Me acordé cómo —con mi botella y mi vaso sobre la barra del bar— aquella bonita asturiana, señalando la botella desde el otro lado de la barra y con el sugestivo acento de su tierra me dijo una frase que, no sé porqué, quedó grabada en mi memoria:

— ¿Échote un culín?

 

 

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