Los cisnes de Vitel
Hay veces en que los recuerdos vienen solos, especialmente cuando uno viaja con ellos a la propia infancia.
Este sábado de septiembre, al final del verano, es un día en que el calor se hace sentir irreducible en las faldas del Abantos. Por algún motivo inexplicable me levanté recordando mi infancia en los campos de “Vitel”.
Recordé las verdes pampas que me enseñaron a gatear al tiempo que a galopar a lomos de cualquier “mancarrón”, a profesar ese profundo amor por el caballo que no podré negar nunca y que, irremediablemente se manifiesta por doquiera que voy, aún sin quererlo.
Recordé el arroyo Vitel, muy anchuroso, en cuyas aguas en absoluto cristalinas, pesqué durante mi infancia innumerables pejerreyes, anguilas, bagres y tarariras, mientras escuchaba muchas veces, embriagado por el deleite que siempre me produjo, el sonoro batir de las alas que deja el cisne de cuello negro al volar. El primero de los peces nombrados es el más apreciado por los habitantes de esos pagos, y no es por casualidad que el jesuita Sánchez Labrador, que fuera expulsado del Río de la Plata en 1767, junto a los demás miembros de la Compañía, escribiera de ellos en Ravena, entre 1771 y 1776, que “péscanse con anzuelo, y comen o pican con tanta suavidad que la boya o corcho de la cuerda apenas muda de situación, y son necesarias destreza e inteligencia para pescarlos... Si se hace juez al paladar, no hay pez más delicado y sabroso.”
También evoqué a mis ancestros y parientes para quienes, mucho antes de mi nacimiento, aquellas tierras de Vitel representaron algo especial, o simplemente las amaron tanto como yo.
Como siempre se ha dicho que “el bautismo infunde carácter”, hice memoria que el fundador de Vitel, mi chozno Leonardo Domingo Gándara y Soto, y yo mismo, habíamos compartido pila bautismal, siendo ambos bautizados en la porteña basílica del Socorro. Él lo hizo en 1785 y yo, casi dos siglos después, en 1972.
En 1806 y 1807, cuando los ingleses nos quisieron sumar a su imperio colonial, mi chozno Leonardo Gándara los combatió como oficial de los “Húsares”. En 1810, abrazó la causa de Mayo, reclutando hombres en Morón, para servir a la causa de la Libertad en los ejércitos patrios.
Gloria, Honor y Laureles,
al que muere batallando
y que sus ojos cerrando
aún exclama: “Libertad”.
Gloria eterna a los que alzaron
la bandera de esperanza,
y elevaron en su lanza
los dogmas de la igualdad.
La década de 1820 lo vio nombrado Juez de Paz de Morón y diputado a la Legislatura por los partidos de Morón, Las Conchas y San Fernando, designado por Bernardino Rivadavia “para practicar el inventario y recepción del Santuario de Luján, cuando éste fue secularizado”, y nombrado vicepresidente del Crédito Público. Desempeñó también importantes tareas en la Comisión de Abastos y Provisiones, en la Inspección del Puerto de Buenos Aires y en la Comisión de Hacendados.
Pero los recuerdos familiares no provienen sino del partido de Chascomús, donde adquiriera una estancia de varias leguas cuadradas a las orillas de la laguna y el arroyo Vitel, a la que puso ese mismo nombre pampa de las aguas que la bañan: “Vitel”.
El 7 de noviembre de 1839, mientras asistía a la exaltación patriótica previa a la batalla de Chascomús, Leonardo cumplía 54 años. Acaso recibiera algunas palabras de felicitación de la joven y agraciada Carmen Machado de Deheza, la “patriota chascomusera”, mientras montada en un overo negro cuyas crines había trenzado con cintas celestes, repartía “escarapelas de mostacilla celeste y blanca a los oficiales”, y que antes había enlazado una guirnalda de flores a la bandera que llevaba el jovencísimo Domingo Lastra, que ese mismo día inmoló su juventud por la causa de la Libertad.
“Así comenzó la Revolución del Sur, con un puñado de valientes, casi sin armas, sin instrucción militar, sin recursos, sin dirección técnica adecuada”, escribió un siglo después Mariano de Vedia y Mitre.
Cinco días antes, en Dolores, los estancieros de sud lanzaron su proclama contra el “mandón inicuo que nos afrenta con sus caprichos ante el extranjero, ante nosotros mismos, y ante nuestras madres, esposas e hijos”, jurando no dejar las armas “mientras no hayamos dado en tierra con el amo y el último de sus esclavos”, al grito de “¡Viva la Libertad! ¡Abajo el tirano Rosas!”
Al llamado de la Patria “abandonaron sus hogares y sus bienes para constituirse en milicia, sin grados, sin sueldos, sin honores, sin estímulos...”
Antes que como infames
doblar la cabeza
supieron con firmeza
sus cabezas erguir:
y dejaron la Patria
y a las naves subieron
y otra vez repitieron
¡Libertad o morir!
A la terrible batalla siguió, la desolación, la angustia y un campo de batalla sembrado de cadáveres. Muchos patriotas murieron ese día, y entre ellos estaban el joven abanderado Lastra y su padre, Madero, Campos, Ramos Mejía, Ezeiza...
Ambrosio Crámer, veterano de las guerras napoleónicas, sobreviviente a Waterloo, que unió a la cruz de la Legión de Honor numerosas medallas ganadas en América sirviendo a las órdenes de San Martín, fue a morir también junto a la laguna de Chascomús, después de haberse dedicado a la cría de ovejas en su estancia “La Postrera” y de desenvainar nuevamente su sable, por última vez, en defensa de la Libertad.
Acaso la muerte más sentida de las que se produjeron ese día fuera la de Pedro Castelli, que en la desbandada que se produjo después de la batalla tomó la dirección de Dolores y luego la de Montes Grandes, donde fue alcanzado y degollado vilmente por el “forajido de nombre Juan Durán”, cuyo crimen fue premiado por el tirano con “el uso de barba y bigote de federal, testera y colera punzó para su caballo, y el sueldo de sargento para toda la vida”. La cabeza de Castelli, puesta en la pica en Dolores, permaneció allí insepulta por orden del tirano Rosas, hasta que un día de 1847 desapareció, con toda seguridad debido al auxilio de algún alma tan bondadosa como valiente.
Leonardo Gándara, como tantos otros, hubo de exiliarse en Montevideo y en Río de Janeiro. Sus bienes fueron confiscados, y sus haciendas sacrificadas para abastecer los campamentos de Chascomús y Santos Lugares.
Según cuenta la tradición familiar, las primeras reuniones de la Revolución del 39 se fraguaron en los altos de un galpón de la Estancia Vitel. Me gusta pensar que tal vez fuera el mismo galpón delante del que se fotografiaron en esa estancia, ya en el s. XX, mi abuelo Carlos Sánchez Viamonte y el “Perito”, Francisco P. Moreno.
En 1844 Leonardo Gándara tomó una decisión temeraria, presentándose en la residencia del tirano pidiendo la restitución de sus bienes, diciendo al dirigirse al edecán de Rosas: “Sírvase decir Ud. al señor Gobernador que aquí está Leonardo Domingo Gándara, que no tiene mancha ni en la frente ni en la espalda, y viene a pedir justicia y no favor.”
Por las llanuras del Sur
yacen doquier esparcidas
las semillas bendecidas
del árbol de Libertad.
Con la sangre del martirio
ha sido ese árbol regado:
si sus ramas han cortado
el tronco intacto quedó.
Dedicado desde entonces a las tareas rurales en Vitel, después de Caseros fue llamado nuevamente a desempeñar en cargo de juez de paz de Chascomús, que ejerció hasta su muerte en 1856.
Bernardino Rivadavia, al abandonar la presidencia de la República, dijo amargamente: “¡no tener a mi disposición una docena de hombres del temple de Gándara para organizar el país!”
Cuando el ferrocarril avanzó hacia el sur, se construyó en terrenos de Vitel la estación “Gándara”, con sus poblaciones aledañas.
Con su nieto Federico Gándara, hermano de mi bisabuela, se extinguió el apellido por varonía. Él creó en Vitel la “Colonia-escuela Argentina” donde muchos jóvenes de Chascomús fueron rescatados de la vagancia, la orfandad y el desamparo gracias a su filantropía y a su generosidad.
Filósofo y teósofo, tío Federico Gándara tenía gran interés por la filosofía y el pensamiento oriental. Alguna vez alguien le dijo que su apellido Gándara tal vez pudiera sonar como Gandahara, con connotaciones indúes, y dado su amor por lo oriental esto debió gustarle. Muchas veces he leído, con una sonrisa, como varios autores se refieren a él como “de abolengo hindú, casi legendario”, convirtiendo en oriental un apellido cuyo verdadero origen se encuentra en el “Reino de Galicia”.
Muy ligado a Vitel estuvo siempre “Pancho” Moreno, quien posiblemente sea más conocido en el mundo por la majestuosa belleza del glaciar “Perito Moreno”, que lleva su nombre y que se encuentra en el “Lago Argentino” que él descubriera y bautizara, más que por su obra y los enormes servicios prestados al país, especialmente como perito argentino en la cuestión de límites con Chile.
El Perito Moreno, primo hermano de mi bisabuela, pasó en su juventud muchas vacaciones en la estancia Vitel. Allí recopiló los fósiles con los que creó, antes de cumplir los veinte años el “Museo Moreno”, con 200 m2 de colecciones paleontológicas. De la estancia Vitel, especialmente de la fracción correspondiente al puesto “El Centinela”, proceden la mayoría de los fósiles que el Perito recolectara entonces, incluyendo una caparazón de gliptodonte y el descubrimiento de un fósil que entonces aún no había sido identificado y que el sabio Burmeister bautizó con el nombre de su joven descubridor, “Dasypus Moreni.” La colección de fósiles de tío “Pancho” constituyó la base con la que abrió sus puertas, en 1888, el Museo de La Plata.
De las varias leguas cuadradas de superficie de la Estancia Vitel, mi familia heredó precisamente la fracción del puesto “El Centinela”. Siendo un niño, cuando paseaba a caballo por las orillas del arroyo Vitel y veía asomar, de repente, algún hueso de cualquier animal, en mi infantil imaginación siempre pensaba que era el fósil de un dinosaurio.
Pero no sólo osamentas había en suelo de “El Centinela”. No demasiado lejos del río Salado, frontera natural con el “desierto” habitado por el indio, también allí quedaban vestigios de su presencia. No era raro, cuando se agujereaba la tierra que aparecieran restos sorprendentes. En la casa paterna aún conservamos dos balas de cañón, de piedra, que aparecieron al cavar la tierra; y aún recuerdo que cuando se construyó la piscina, al cavar una zanja por donde debía ir el desagüe, la pala dio con una calavera humana. Vestigios de la lucha contra el indio.
A veces, en las cercanías del Guadarrama y mientras fumo tranquilamente una pipa, recuerdo que en una oportunidad Leonardo Gándara, habiendo sido preso de los indios, negoció su libertad en las tolderías con una salvaje a cambio de los puros que solía llevar encima, fugándose.
El paquete de tabaco de mi pipa advierte con grandes letras que “fumar mata”, pero siempre que lo leo no puedo olvidar que a mi chozno fumar le salvó la vida.
Si bien no espero que el tabaco salve la mía, tampoco deseo morir sin antes volver a escuchar el maravilloso sonido que produce el batir de las alas de los cisnes de cuello negro al volar.
* Los versos intercalados en el texto fueron escritos por el General Mitre en memoria de los Libres del Sur.