Los viajes de ayer
Muchas veces he pensado que el s. XX fue, fundamentalmente, el siglo de las comunicaciones, de la revolución en las maneras de viajar. Una transformación efectuada durante las primeras siete décadas del siglo y que posiblemente haya tenido su punto culminante con el alunizaje del Apollo XI.
Cuando pienso en ello no puedo dejar de pensar en la vida de mis abuelos maternos, que nacidos en la última década del s. XIX, iniciaron sus vidas trasladándose en coche de caballos y en trenes a vapor, para terminarla después de que fueran comunes los grandes aviones a reacción, de la aparición del Concorde ─cuya velocidad de crucero de Mach 2.02 duplicaba la velocidad del sonido─, o el lanzamiento de cohetes para poner satélites en órbita.
Sin embargo, cuando pienso en los largos viajes que hicieron los miembros de mi familia durante el s. XX siempre aparecen, curiosamente dotados de una personalidad propia e imponente, los transatlánticos.
Esos grandes buques preparados para cruzar el océano y que en el recuerdo popular permanecen caracterizados por su lujosa primera clase y porque millones de personas emigraron durante el s. XX, de Europa hacia América, en su no tan lujosa tercera clase.
Tal vez el más conocido de todos ellos fue el tan ostentoso como desafortunado “Titanic”, naufragado en su viaje inaugural. Sin embargo en mi casa no se lo recuerda porque ningún familiar viajara en él durante su única y trágica travesía, sino porque mis tíos abuelos Irene de Haedo Gándara y Marcelino Ugarte Tomkinson se casaron en Berna (Suiza) ─donde temporalmente se había establecido mi bisabuelo─ el mismo día de su naufragio.
El buque que siempre viene a mi memoria, recordando los viajes a Europa de mis bisabuelos, es el “Cap Arcona”, que hizo su viaje inaugural en 1907 y que hacía la travesía del Atlántico de Hamburgo a Buenos Aires.
En uno de esos viajes, volviendo de Europa, conocieron en el barco a un joven ingeniero alemán que trabajaba para la Mannesmann, Leo Schaefer, y que por ese motivo viajaba a Buenos Aires. Mi tía Estela y él se casaron en 1911.
En 1922 mis abuelos se embarcaron en el vapor “Antonio Delfino”, que había hecho su viaje inaugural ese mismo año, para hacer la travesía del Atlántico zarpando de Buenos Aires hasta Lisboa, desde donde comenzarían su periplo europeo.
Fue una travesía acompañada de una doble tragedia. Mientras el barco abandonaba la Bahía de Guanabara, mis abuelos departían con una señora austríaca ─a quien conocían de Buenos Aires─ que viajaba en compañía de una hija que rondaba los veinte años de edad.
Al día siguiente, les informaron de que esa noche había fallecido un niño, pasajero en la 3ª clase, “razón por la cual no habría música en el barco mientras llevara el cadáver.” A mitad de esa noche estaba previsto que el barco se detuviera para arrojar el cadáver al mar, como era la costumbre marinera.
Esa noche, durante la comida de gala, la austríaca veinteañera se había levantado de la mesa del capitán aduciendo cualquier pretexto y se había lanzado por la borda. Dejó en su camarote una carta para el capitán, a similitud de la que en tierra es tradición dejar al juez. Cuando se descubrió la carta ya había pasado demasiado tiempo como para encontrarla en la mar, por lo que el barco no se detuvo. A bordo del “Antonio Delfino” los pasajeros habían “observado la presencia de innumerables tiburones que rodeaban y seguían al barco.”
Poco más tarde se detuvo el barco y se efectuó la triste maniobra de arrojar al mar el cadáver del niño fallecido el día anterior. Mi abuela relataba la congoja que sintió al escuchar el ruido que produjo el féretro al entrar en el agua.
En 1925 mis abuelos hicieron un nuevo viaje a Europa y al Cercano Oriente embarcados a bordo del “Conte Verde”, visitando Egipto y haciendo la excursión a Gizeh para admirar la Esfinge y las tres famosas pirámides, visitándolas por fuera y por dentro.
Cuenta mi abuelo que en aquellos años “...se llegaba a estos monumentos en camello. Los automóviles se detenían donde terminaba el camino pavimentado... Eso no era cómodo, pero resultaba lo más natural y adecuado.”
Existe una curiosa anécdota en torno al “Conte Verde”. En 1930 se embarcaron en él Jules Rimet, presidente de la FIFA, junto a las selecciones de fútbol de Rumania ─encabezada por el rey Carol II─, la de Bélgica y la de Francia, para disputar en el Uruguay la primera Copa del Mundo de ese deporte. Al arribar al puerto de Río de Janeiro se les unió la selección del Brasil.
Hay otra anécdota simpática que, sin embargo, no transcurrió en el Océano Atlántico sino en el Pacífico.
Viajaba entonces mi abuelo a bordo del navío chileno “Aconcagua”, de la Compañía Sudamericana de Vapores. Hacía este barco la travesía de Valparaíso a Nueva York, atravesando el Canal de Panamá.
Navegaban a la altura de Talara, al norte del Perú, cuando la radio del barco comenzó a transmitir la noticia del ataque japonés en Pearl Harbour. Era el 7 de diciembre de 1941.
La preocupación se instaló en el ánimo de tripulantes y pasajeros, cuyo barco se dirigía al Canal de Panamá, un enclave estratégico que pensaban que el Japón podría atacar también en esos mismos días. Además de pasajeros, el buque llevaba salitre, algodón y cobre con destino a los Estados Unidos.
La preocupación dio paso al pánico cuando, no lejos de la proa del barco, se vió el periscopio de un submarino. “Todo el pasaje se agolpó en la cubierta de proa, fascinado por la presencia amenazadora de aquel periscopio... Un torpedo era la perspectiva.”
Esperando ser torpedeados y hundidos, los pasajeros del “Aconcagua” contemplaron atónitos como el submarino comenzaba a emerger. Debió de hacérseles eterno el tiempo que pasó hasta que uno de los tripulantes del submarino surgió de la escotilla de la torreta e izó la bandera. “Era un submarino peruano... indiferente a la inquietud que había causado su presencia.”
Siempre pienso que las Guerras Mundiales marcaron especialmente a los barcos de pasajeros, habitualmente requisados para el transporte de tropas, ya sea por su propia nación o por cualquier otra; así el “Cap Arcona” se refugió en Galicia en 1914, buscando cobijo en Villagarcía de Arousa para entregarse luego a Francia y ser rebautizado como “Angers”, hasta ser desguazado en 1939.
El “Antonio Delfino” ─en el que tantos inmigrantes gallegos llegaron a la Argentina, debido a que atracaba en los puertos de Villagarcía, La Coruña y Vigo─ navegó hasta Alemania al estallar la guerra en 1939, sirviendo como buque─hotel en los puertos de Kiel y de Gotenhafen, para ser capturado en Copenhague por las tropas británicas en 1945, renombrado como “Halladale” y desguazado en 1956.
De 1938 a 1940 fueron miles los judíos refugiados, procedentes de Alemania y Austria, que navegaron hasta Shanghai a bordo del “Conte Verde”. En 1940 fue confinado en Shanghai y, convertido en un transporte de tropas japonesas, fue hundido y reflotado dos veces, para quedar varado después de ser bombardeado nuevamente por la aviación norteamericana en 1945.
No mucho después de producirse el encuentro con el submarino peruano, el “Aconcagua” fue adquirido por la “U.S. War Shipping Administration” para contribuir al esfuerzo bélico de los Estados Unidos. Al finalizar la contienda fue vendido a una naviera turca que lo renombró “Giresun”, nombre con el que navegó hasta su desguace en 1970.
En 1956 mi abuela volvió a hacer un viaje por Europa y esta vez iba acompañada por mi madre. Embarcaron en el puerto de Buenos Aires en el vapor “Giulio Cesare”, un moderno transatlántico de una sola chimenea, que hacía la navegación entre Buenos Aires y Génova en 17 días de duración y que había efectuado su primera singladura en 1951; desarrollaba una velocidad de servicio de 21 nudos.
El viaje fue tranquilo salvo por un percance con una de las hélices en la travesía de ida, que obligó a atracar en las Islas Canarias para efectuar algunas reparaciones. Durante la travesía de vuelta, en mitad del océano, volvió a repetirse un episodio que no era nuevo para mi abuela; el barco se detuvo para entregar al mar el cadáver de uno de los pasajeros de la 3ª clase que había acabado sus días durante la navegación.
El “Giulio Cesare” continuó navegando hasta enero de 1973, en que con problemas en el timón fue enviado al amarre y, posteriormente, al desguace.
Los grandes transatlánticos ─que durante tantas décadas dominaron el transporte de pasajeros entre Europa y América, siendo una pieza clave en la vida de tantos millones de personas que junto a sus familias emigraron desde Europa al Continente Americano─ terminaron sucumbiendo ante la aviación comercial y, especialmente, la aparición de los Douglas DC-8 y los Boeing 707 que incrementaron la velocidad de crucero y el alcance de los vuelos comerciales.
Integrante de una generación acostumbrada desde niños a viajar rápidamente en avión, aquellos grandes barcos ya sólo aparecen en mi recuerdo como una imagen cariñosa de esas travesías por los océanos que efectuaron mis mayores.