Vírgenes, milagros y mitologías vascas en la tradición popular guipuzcoana
Antes de ayer, sábado 13 de mayo, se celebró el centenario de las apariciones marianas en Fátima, en las que los tres pastorcillos vieron a “...uma senhora mais brilhante do que o Sol” y nuevamente “un obispo vestido de blanco” oró en su santuario y canonizó a los niños Jacinta y Francisco Marto.
Pensando en las devociones marianas me puse a recordar la veneración que en Guipúzcoa se le tiene a la virgen de Aránzazu, en algunas tradiciones y mitologías precristianas que también persisten en el folclore popular, y en un milagro y una supuesta santidad y devoción popular que se dieron ─hace muchos siglos ya─ entre mis ancestros guipuzcoanos.
Los Montes Vascos constituyen la parte más occidental de la Cordillera Cantábrica, y como línea natural divisoria entre Álava y Guipúzcoa destaca la Sierra de Aitzgorri, un imponente macizo rocoso sobre el que los geólogos ─con implacable objetividad científica─ nos dirán que está formado “...mayoritariamente por calizas marinas de edad cretácica que fueron elevadas... hace aproximadamente 34-23 Millones de años”, haciendo de esta manera posible que “...corales y rudistas formados en los mares cretácicos a poca profundidad de agua, podamos verlos hoy en torno a los mil metros de altura...”
Pero a quienes las edades geológicas y los hechos prehistóricos se nos antojan como algo demasiado lejano en el tiempo, nos gusta más pensar que en esa sierra se yergue el Aitzgorri, que sin ser el pico más alto de la misma denomina a la sierra entera, y que es el lugar donde la antigua mitología precristiana afirmaba que “Mari” ─la deidad principal de la mitología vasca, que gobierna el clima dependiendo de en cuál de sus moradas esté e imparte justicia y protección; ella es quien otorga protección a todas las casas que tienen un Eguzkilore en su entrada─ tenía una de sus moradas.
Tal vez para protegernos de las deidades y demonios mitológicos vascos tiene el Aitzgorri, casi en su cumbre, una ermita famosa por el hecho milagroso que antaño se producía en ella y que era el asentamiento de la imagen más antigua de Guipúzcoa; “Dicha imagen es de cobre y se halla cosida a una plancha del mismo metal, y ésta a una madera incorruptible que nadie atina a que material pertenece. He ahí, pues, la imagen más antigua de Guipúzcoa, y una de las más remotas de España.”
Es un crucifijo de factura románica, del que dice la tradición que apareció milagrosamente en la cumbre del Aitzgorri.
Como los vecinos de uno y otro lado del monte se disputaban su propiedad, los guipuzcoanos lo bajaron hasta Cegama, apareciendo de forma milagrosa nuevamente en la cumbre al siguiente día; hicieron entonces lo mismo los alaveses, llevándolo a Araia y apareciendo nuevamente en lo alto del Aitzgorri al día siguiente. Para dirimir semejante controversia, acordaron que fuera la propia Cruz quien decidiera a qué villa pertenecía, acordando que lo sería de la villa a la que amaneciera mirando. Al día siguiente encontraron el crucifijo mirando hacia la guipuzcoana Cegama, resolviendo la disputa.
En las faldas del Aitzgorri nacen los ríos Oria y Urola, sobre cuyas aguas se establecerán las ferrerías guipuzcoanas; y un poco más allá, en la misma sierra y en las cercanías de Salinas de Léniz -cuya producción de sal será una importante fuente económica en el medievo- nace el Deva.
No lejos de allí, también bajo el amparo de la sierra del Aitzgorri, en 1469 un joven pastor encontró entre unos espinos una Virgen de piedra, exclamando con asombro “¡Arantza zu!” que en lengua vasca significa “¡Tú entre los espinos!”
La pequeña imagen de 36 cm. de altura se conserva desde entonces allí, en el lugar en el que apareció, en las cercanías de Oñate. El gran santo guipuzcoano, San Ignacio, antes de recibir las órdenes visitó el lugar el 1522, y en 1913 fue la Virgen de Aránzazu declarada Patrona de Guipúzcoa.
En el s. XIV, durante las banderías de los Parientes Mayores, los Guevara ─señores de Oñate─ se apoderaron de las Salinas y de todo el valle de Léniz, consiguiendo que Enrique II les otorgara el valle en señorío. Previamente a esto había en el valle de Léniz cuatro linajes que gozaron siempre de una consideración que los equiparaba a los de parientes mayores, siendo uno de ellos el de Otálora.
La casa de Otálora, cuyo palacio ─reedificado inmediatamente después del incendio de 1586─ aún se mantiene en pie en la anteiglesia de Aozaraza, “...es una delas mas nobles Antiguas Yllustres y primeras pobladoras de hella y de las Veinte y quatro Ynfansonas y de Parientes maiores de Cuia fundazion no ay memoria y por su notoria Calidad y Yllustres varones que ha avido en hella es delas mas conosidas de dha Prova...”
A este linaje pertenecía Dª Inés Ruiz de Otálora, a quien la tradición recuerda como “Amandre Santa Inés”.
Fallecida en Valladolid en 1607, dejó como manda testamentaria que su cuerpo fuera sepultado junto al de su marido en la “...Capilla del Señor San Sebastián de la villa de Mondragón...”; siendo sepultada inicialmente en el convento vallisoletano de San Francisco, poco después fue exhumado su cadáver para llevarlo a Mondragón, apareciendo incorrupto y generando rumores de santidad.
Su cuerpo permanece incorrupto en Mondragón, donde estuvo visible para los fieles hasta 1946.
La tradición oral mantiene la costumbre de rezar a “Santa Inés” al momento de irse a la cama, ya que es creencia popular que “Amandre Santa Inés” protege a quienes la invocan de “Inguma” ─uno de los demonios de la mitología vasca, cuya función consiste en perturbar el sueño de las personas─ recitando la siguiente letanía, que tiene muy diversas variaciones en las diferentes villas guipuzcoanas:
Amandre, Santa Inés,
Bart einjot amets,
Ona bada, bion partez,
Txarra bada, biok aldredes.
Señora madre, Santa Inés,
Anoche he soñado,
Si es para bien, sea para los dos,
Si es para mal, al revés [para ninguno de los dos].
El turista que pasee hoy en día por los valles del río Oria o del Urola, y aún por el valle de Léniz, con seguridad pensará que en tiempos pasados la economía de toda la comarca se basaría en la ganadería, pastoreando las buenas ovejas lachas que proporcionarían su lana, su carne y su leche, con la que se elabora el reconocido queso Idiazábal. No estarán del todo errados en su apreciación, aunque históricamente fue el hierro una de las más principales riquezas guipuzcoanas.
Aprovechando la fuerza hidráulica del Urola, existían en tiempos pretéritos varias ferrerías en Legazpia, dedicadas a la tarea de obtener el hierro ─que no se encuentra en estado puro en nuestro planeta, y que sólo puede verse en estado puro en los meteoritos que, provenientes del espacio, han atravesado la atmósfera─ calentando la “vena” que contenía este mineral con el carbón vegetal procedente de los bosques cercanos, para luego golpearlo a fin de quitar la escoria que resulta del proceso.
Existe en Legazpia una de ellas, la de Mirandaola, vinculada al linaje de Plazaola y que ha sido restaurada y puede visitarse como parte del Museo del Hierro Vasco. Habitualmente se pone en marcha para que los turistas puedan contemplar el funcionamiento de una ferrería hidráulica que produjo hierro desde finales del s. XIII hasta mediados del s. XIX.
Los Plazaola fueron, probablemente, el linaje de “ferrones” más importante de Guipúzcoa. El primer Plazaola del que tenemos noticia ya era parcionero mayor de la ferrería de Mirandaola en el primer tercio del s. XVI. Junto a su mujer dejaron “mediante contrato del año 1566” la casa de Ubitarte a su hijo primogénito, y al siguiente de sus hijos, Miguel, la casa de Mirandaola, con su ferrería y molinos.
Fue siendo Miguel parcionero mayor de Mirandaola que se produjo, el 3 de mayo de 1580, el milagro de la formación de la Cruz que lleva el nombre de esta ferrería.
“El año de mil y quinientos ochenta, los oficiales de la herrería de Mirandaola, contra la costumbre que tienen de no comenzar a trabajar los días de fiesta hasta anochecer, un día de Santa Cruz de Mayo, poco después de mediodía, comenzaron a trabajar en la dicha herrería y lo hicieron toda aquella tarde y noche, habiéndose gastado más de catorce cargas de carbón; molidos y cansados a la mañana, con grande espanto, sacaron una cruz con semejanza de persona del carbón y vena que gastaron y el tiempo que ocuparon, habían de haber labrado más de cinco quintales de fierro, que eran más de seiscientas y cincuenta libras de a diez y seis onzas; que la dicha Cruz solo pesa doce o trece libras; y con salir el puesto donde se concurren los materiales en fierro siempre con mucha bascosidad y escoria, salió la dicha Cruz, como agora está, sin bascosidad ni escoria alguna."
Añadieron los testigos que "el puesto que llaman arragoya, que es donde se labra el hierro y formó dicha Cruz de que se trata, por ser como es puesto redondo y grande, tienen por cierto no se pudo hacer sino milagrosamente que no es posible labrarse la dicha Cruz aunque se pusieran a hacerlo de propósito.”
Temerosos los ferrones de atraer la atención de la Inquisición por no haber guardado la fiesta de precepto, custodiaron celosamente la cruz y escondieron el hecho milagroso. Según nos cuenta la tradición, el haber trabajado durante la fiesta de guardar fue el “pecado original” cometido por los Plazaola en esta ferrería; este hecho, unido a la ocultación del milagro, supuestamente hizo caer sobre ellos la peste que en 1599, “en tres días”, se cobró la vida de los cinco hijos de la viuda ─de linaje Plazaola─ que habitaba el caserío de Mirandaola de Suso.
La Cruz de Mirandaola fue llevada a la iglesia parroquial de Legazpia en 1623 y finalmente, aprovechando una visita del obispo en 1633, el último de los testigos que presenciaron el milagro que permanecía con vida le relató la aparición milagrosa, que el obispado calificó de sobrenatural. Junto a la ferrería existe una ermita dedicada a recordar el milagro que allí se produjo, a la que todos los años es trasladada en procesión la cruz.
Pero tantas manifestaciones divinas no lograron arrancar del todo de la tradición popular las antiguas leyendas de la mitología vasca. Aún hoy es costumbre ver en las puertas de las viviendas el hoy protegido por escaso eguzkilore, esa especie de cardo vasco con el que Mari protege los hogares de los espíritus malignos. Dice la leyenda que las “lamias” salían por las noches para robar a los niños de sus casas, pero al ver los eguzkilores no podían dejar de contar sus pétalos y los numerosísimos pelos de su flor, y sin haber concluido esta tarea los sorprendía el amanecer, con lo que los niños y habitantes de la casa quedaban a salvo.
La del eguzkilore es una bonita tradición. He visto muchos de ellos en las viviendas de Segura y en todos sus palacios. También lo he visto en el palacio de Arrúe, a cuyo linaje pertenecía Josefa Ignacia de Arrúe y Picasarri, quien huérfana llegó a Buenos Aires en 1822 en compañía de su tío, el presbítero Picasarri, y de su primo, el porteño Juan Pedro Esnaola.
Con seguridad Josefa Ignacia de Arrúe habrá conocido en su infancia segurarra la bonita costumbre de clavar un eguzkilore en las puertas. Es posible que al irse a la cama rezara la letanía a su parienta “Amandre Santa Inés” ─por el linaje de Otálora, del que descienden los Arrúe─, invocando su protección de la “Inguma”; y con toda seguridad conocería el milagro obrado en la ferrería de Mirandaola, siendo ella descendiente de Lorenzo López de Plazaola, señor de Mirandaola y parcionero mayor de su ferrería.
Tal vez allá en la llanura de las Pampas, Josefa Ignacia de Arrúe haya echado de menos la imponencia del Aitzgorri.
Se me antoja imaginar que acaso lo contemplara por última vez desde el humilladero de Ntra. Sra. de Belén ─hubicado en uno de los muros laterales del palacio de su abuelo─ antes de partir hacia Francia con su tío Picasarri, y después de un tiempo acompañarlo en su regreso a Buenos Aires en 1822.
Se me antoja también que jamás imaginó que su chozno -yo mismo- contemplaría también la majestuosidad imponente del Aitzgorri desde ese mismo sitio, no hace mucho tiempo.