Totalitarismos y exilios
Las tradicionales lluvias de abril aún no han comenzado y el sol luce en El Escorial, alegrando el espíritu y recordándonos que ─aunque aún haga frío al ocultarse─ la primavera está ya presente.
Mientras disfrutaba de mi pipa y del día en la terraza, mis pensamientos viajaron a unos rincones mucho más oscuros de mi memoria y, por algún extraño motivo, recalaron en la ignominia que fueron para la humanidad los totalitarismos fascistas de la primera mitad del s. XX y del daño que causaron ─y que en algunos casos aún causan sus rescoldos─ a los países que los sufrieron y al género humano.
Recordé que en 1930 se produjo en la Argentina el golpe de estado de José Félix Uriburu que derrocó el gobierno de Hipólito Irigoyen, instauró la dictadura militar y “se mostró francamente ultrarreaccionario y fascista desde el comienzo, y asumió formas dictatoriales con la aplicación pretendidamente constitucional de la ley marcial, no obstante hallarse excluida por el estado de sitio en la Constitución Argentina.”
Unos meses después de producirse el golpe, el 6 de mayo de 1931, y ante “el peligro de una dictadura de entorchados” se manifestaron en la ciudad de La Plata los estudiantes universitarios, quienes requirieron en tal momento la presencia de mi abuelo, Carlos Sánchez Viamonte, para que hiciera uso de la palabra. Afirmó en esa oportunidad “que a los pueblos puede engañárseles alguna vez, pero no someterlos por la fuerza”, y después de indicar que la violencia constituye la “última ratio” animó a los presentes “a agotar con paciencia todos los medios legales y a ser limpios de intención y de conducta para conseguir el triunfo”. Inmediatamente se ordenó su detención, “dada directamente por el presidente del gobierno provisional, teniente general Uriburu”, deteniendo por error en la puerta de su casa a su hermano Luis.
Presentado “hábeas corpus” ante el juez Facio, y ante la excusa que el Ministerio de Gobierno contestó al juez “para eludir el cumplimiento del deber policial en los casos de habeas corpus”, tuvo que protegerse al amparo de la embajada del Uruguay, bajo cuya salvaguarda viajó ─junto al agregado naval uruguayo─ hasta Montevideo para iniciar su exilio.
El 8 de junio el gobierno “de facto” dictó un decreto cuyo único contenido era exonerarlo de sus cátedras, cometiendo incluso la estupidez de indicar en el decreto su exoneración de una de las cátedras que mi abuelo ya no poseía, por haber renunciado a ella varios años antes.
Distrayéndome con unos gorriones que buscando alimento visitaban mi terraza, me pregunté por ese extraño halo de imbecilidad no contenida que rodea a todos los regímenes dictatoriales y que les hace caer, algunas veces, en las situaciones más absurdas.
Mis abuelos se exiliaron en Atlántida, en una casa que les prestó allí tío Enrique Haedo. Me resulta muy divertido ver hoy las fotos de aquella vivienda.
Parece una casa en mitad del campo. Detrás no se ve ningún árbol, sólo la extensa llanura interrumpida por un molino de viento que daría agua a la casa. Según me contaron no hace demasiados años, el edificio aún sigue en pie y es una de las residencias más céntricas de Atlántida, rodeada de construcciones y para nada aislada. Algo completamente diferente a lo que se intuye por las fotos de ese exilio en el Uruguay.
Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Los pensamientos cambiaron rápidamente de destino y se trasladaron a la Guipúzcoa de septiembre de 1936. Allí, en la villa de Azcoitia, un sacerdote vasco presenciaba entonces la entrada de las fuerzas del general Mola, en la que “Requetés y falangistas, perfectamente equipados, llevaban sobre su pecho insignias y escapularios e imágenes del Sagrado Corazón de Jesús colgando de sus fusiles. Avanzaban triunfantes, precedidos de sus jefes de mirada altanera y de sus capellanes, pistola al cinto; entonaban canciones de guerra y cánticos religiosos, mezclando gritos de ‘Viva Cristo Rey’ con horribles blasfemias, contra la Virgen y la Hostia.”
El cura entabló una conversación con un amigo seminarista que iba con las fuerzas nacionales:
“─¿Pero tú te has quedado aquí?
“─¿Y por qué no? ¿Es que un demócrata cristiano que sigue las doctrinas sociales de la Iglesia no puede convivir con éstos?
“Ya lo verás, ya lo verás... La retaguardia de estas gentes es un cementerio.”
El sacerdote vasco era el P. Iñaki de Azpiazu. Declarado “fusilable” por el ejército franquista, apartado de sus feligreses, el 26 de abril “...mientras Guernica, símbolo de las libertades vascas... estaba aún en llamas...” cruzó las montañas navarras en dirección a Francia “...protegido por las sombras, disfrazado y burlando la vigilancia de los falangistas...”
En Francia, y hasta el estallido de la Guerra Mundial, recorrió como capellán los campos de “accueil” donde se concentraban los exilados españoles, hasta ser encarcelado en 1940 por los colaboracionistas de Vichy. Evadido, ayudó “a los perseguidos en el sector de las Landas y de los Pirineos”, y después del desembarco de Normandía acompañó a los Aliados como capellán del Batallón Vasco “en la liberación de la zona atlántica.”
Al finalizar la contienda, se trasladó a la Argentina donde desempeñó la Capellanía General de Prisiones y realizó una extensa e importante labor con los presidiarios, instituyendo la “Casa del liberado”, para apartar a los ex─presidiarios de las circunstancias que los hicieran volver a delinquir. Cuentan que el padre Azpiazu iba a buscar personalmente a los ex─presidiarios cuando eran liberados para llevarlos con él y reintegrarlos a la sociedad. Alguna vez he oído que no era raro que tuviera que defender a sus protegidos, aún con los puños, contra los antiguos compinches que iban a buscar al liberado para reincorporarlo al delito.
Veinte años después de su huida de España intentó regresar a la labor pastoral en su tierra natal. Después de acompañar, en marzo de 1960 ─desde París hasta San Juan de Luz─, el cadáver del lehendakari José Antonio Aguirre, solicitó al obispo de Vitoria que le designase alguna labor en esa diócesis, sin obtener respuesta alguna.
Acongoja leer hoy en día los recuerdos de aquella época que Iñaki de Azpiazu vertió en “7 meses y 7 días en la España de Franco” y el testimonio que da sobre aquello que vio y vivió allí en donde le tocó estar; abruma leer los nombres de numerosos sacerdotes asesinados por los “nacionales”.
Pero que nadie se lleve a error pensando que al relatar lo vivido en “la ‘España Nacional’, que los militares de Franco han teñido con sangre criminalmente vertida” el Padre Azpiazu toma partido por el lado opuesto en esa misma contienda. Al comenzar su relato aclara que condena, “en nombre de Dios y de la humanidad, los crímenes de los unos y de los otros”, y que se encuentra “Más unido que nunca a la Iglesia de Cristo ─víctima de los dos bandos que luchan en esta guerra─...”
Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
va cargado de amargura,
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar.
Va cargado de amargura,
que allá «quedó su ventura»
en la playa de Barcino, frente al mar.
Mientras contemplaba la primavera en el jardín, viendo cómo reverdecen las plantas y comienzan a adornarse de flores, recordé haber visto algunas fotos en las que el general Uriburu aparece rodeado de otros oficiales, apareciendo entre ellos Perón.
En el año ’45 mi abuelo fue detenido junto a Adolfo Bioy y Alberto Gainza Paz (director del diario “La Prensa”), conducido al penal de Villa Devoto y recluido allí junto a otros numerosísimos presos políticos, “sin causa legal, sin proceso, sin intervención de Juez...” Eran 96 en total. “No faltaban industriales importantes, como Don Luis Colombo, ex ministros, como Saavedra Lamas [premio Nobel de la Paz en 1936], ex gobernadores, como Rodolfo Moreno, ex rectores universitarios como Horacio Rivarola.” Luis Colombo, al levantarse por las mañanas y dirigirse al baño lo hacía “cantando el estribillo infantil ‘a la lata, al latero, el padre de Perón murió soltero!’, acompañado del correspondiente zapateo.”
Al liberarlos se les dijo que debían su libertad al coronel Perón, a lo que contestó mi abuelo “Diga al coronel Perón que no puedo agradecer, como un obsequio, la libertad a que tengo derecho por la Constitución.”
Vino entonces a mi memoria que en el año ’53 mi abuelo fue detenido nuevamente junto a Nicolás Repetto y a Alfredo Palacios, y puesto en prisión “a las órdenes del Poder Ejecutivo” en la Penitenciaría Nacional. Mi abuelo relata en sus memorias algunas de las situaciones que le tocó vivir en aquella oportunidad en que nuevamente fue privado de su libertad por la tiranía, haciendo especial mención de aquellos que habían sido torturados “con habilidad y ensañamiento... por el sádico placer de verlos sufrir.”
En aquella prisión, en la que Iñaki de Azpiazu ejercía de capellán, se conocieron el cura vasco y mi abuelo. En sus sermones Azpiazu se dirigía a los presos políticos exaltando la libertad y diciendo: “No ignoro que estoy dirigiéndome a los mejores ciudadanos que tiene este país”, o comentando las Escrituras mencionando que “Siempre habrá Herodes que aprovecharán su poder para la satisfacción de sus bajas pasiones y crueles venganzas, pero tampoco faltarán Bautistas que entregarán su cabeza antes que su dignidad.”
Los “descamisados” con los que contaba Perón no constituían la clase obrera sino un “emblema de combate contra sus enemigos”; una imitación de las “camisas negras” fascistas, de la “camisa azul” falangista o de las camisas pardas nazis.
El 16 de junio de 1955 los “descamisados”, a las órdenes de la tiranía, incendiaron los templos católicos de Buenos Aires, profanando las iglesias y robando cuanto encontraban en ellas. “Aquello era una orgía salvaje, bajo la protección policial.”
El padre Wagner, capellán de Nuestra Señora de las Victorias “quiso defender el altar y fue brutalmente golpeado por los asaltantes... lesionado de gravedad y con la mandíbula fracturada por los cachiporrazos que abundantemente había recibido en su cabeza y en su cuerpo...”
Seriamente herido y refugiado en casa de un vecino, “La policía tenía orden de impedir la atención médica del sacerdote brutalmente lesionado por las turbas que actuaban en combinación con ella...” Murió poco después.
Pensé en cómo ese episodio sacrílego fue silenciado en España por la dictadura de Franco, siempre tan obsequiosa con Perón, siendo un episodio absolutamente desconocido por los españoles y que generalmente, al ser informados de ello, se resisten a creerlo.
Vino entonces a mi memoria el recuerdo del padre de una niña española que un tiempo fue objeto de mis amores madrileños de juventud. Ex combatiente en la Guerra Civil y seguidor de las ideas falangistas, en los últimos años del s. XX aún negaba el Holocausto y la existencia de campos de exterminio en la Alemania nazi.
Una tarde en su casa, buscando algo que me habían pedido, encontré una cruz gamada oculta a las miradas indiscretas. En ese mismo momento creí sentir el llanto de los dibujos originales de García Lorca y la poesía ─escrita de propia mano─ de León Felipe que colgaban en el pasillo.
Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura,
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.
Iñaki de Azpiazu bendijo el matrimonio de mis padres en 1958.
Mis padres tenían en España varios amigos que habían luchado como alféreces provisionales en la Guerra Civil. Algunos lo habían hecho también como voluntarios durante la II Guerra Mundial, junto a las fuerzas alemanas en el frente ruso integrando la “División Azul”.
El nombre del cura vasco no era desconocido para ninguno de ellos y más de una vez les oí decir, medio en broma medio en serio, que ese matrimonio no era válido por haberlo celebrado el P. Azpiazu.
Todos estos alféreces provisionales que conocí tenían cosas en común. Todos pertenecían a familias acomodadas; todos habían ido al frente siendo adolescentes aún, con 16 ó 17 años; todos tenían la costumbre monotemática de hablar continuamente de la guerra y todos hablaban de ella, aún los mutilados, como una aventura juvenil, casi lúdica, como podría cualquiera de nosotros contar las travesuras hechas en el colegio.
Qué diferente me resultaba el relato de la guerra oído de boca de aquel carnicero de Rascafría, que también lucho en el bando “nacional” y al que se le empapaban los ojos y se le rasgaba la voz recordando la guerra “...y el hambre.”
Los gorriones volvieron a distraerme y recordé que a sólo 7 u 8 kilómetros de mi casa se encuentra el Valle de los Caídos, en cuya imponente basílica están sepultados Franco y José Antonio, el fundador de la Falange.
Pensé en el parentesco no muy lejano que me une con el fundador de la Falange y con su padre, también dictador de España a principios del S. XX. Somos descendientes del general don Antonio de Larrazábal, a quien ya me refiriera en un relato anterior. Contemporáneo de mi bisabuelo, el fundador de Falange y mi bisabuelo eran primos en cuarto grado; un parentesco lejano para las habituales relaciones familiares, pero muy cercano para un estudio genealógico.
Decididamente, uno no es responsable de sus parientes.
¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar!
¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura,
caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado
de amargura
y no puedo batallar!
Dando una última fumarada a mi pipa, invoqué tímidamente al Cielo pidiendo que ningún régimen totalitario, del signo que sea, enturbie nuestra existencia y cercene nuestra libertad ─el mayor bien recibido junto a la vida─; entonces cerré mis ojos y me dispuse a seguir disfrutando del trino de los pájaros en este soleado día primaveral.
* Los versos, muy conocidos, son de León Felipe.