Una casa platense
Muchas veces he pensado en tantas buenas construcciones de finales del s. XIX y principios del s. XX que han desaparecido bajo la piqueta demoledora, en aras de un aprovechamiento económico disfrazado de falso progreso.
A diferencia de otras ciudades del mundo, que han conservado gran parte de su patrimonio arquitectónico, en nuestro país queda poco o casi nada de unas construcciones que hoy apenas rondarían los 100 años de antigüedad.

Recordé el comienzo de “La casa”, aquella novela de Manuel Mujica Láinez en la que la propia casa narra, en primera persona, lo ocurrido entre sus paredes y comienza diciendo “Soy vieja, revieja. Tengo sesenta y ocho años. Pronto voy a morir... Sesenta y ocho años... En Europa sería joven. En Europa hay que tener doscientos o trescientos o quinientos años para que a una la consideren vieja. Y entonces acarrean a gentes en ómnibus especiales (lo he oído mencionar montones de veces) para mostrarles la casa antigua, y les explican que la casa es ojival o que en ella vivió un dramaturgo o un santo o un pirata o la favorita de un rey. Y hasta escriben un folleto contando su historia...”
Cuántas magníficas construcciones, cuántas obras de arte arquitectónicas han sucumbido en la Argentina a sólo unas décadas de haber sido levantadas, en pos de un simple, funcional y feo bloque de hormigón armado de 8, ó 10, ó 12 alturas, que podría haber sido igualmente construido en cualquier otra parte.
Pensé también en cómo “la casa”, tal vez como herencia de la “domus” romana, representa aún en la legislación de las naciones un ente especial, algo estrechamente unido a la familia. Así se ha transmitido de generación en generación.
Quienes disfrutamos de la genealogía y del estudio de los linajes conocemos la importancia de la “casa solariega” y sabemos cuántas con cientos de años de antigüedad se conservan aún en Europa. Muchos hemos visto también cómo, en estratos sociales más modestos, los europeos conservan la “casa del pueblo”, habitualmente una construcción modesta y no muy antigua en la que vivieron los abuelos labradores. Incluso la sabiduría popular, siempre tan bien representada por el refranero, también rinde homenaje a la casa familiar cuando dice “El casado casa quiere.”

Sin embargo todo ese respeto y fervor que aún existe en Europa por la casa familiar parecería completamente perdido en nuestro país, donde “la casa” no parece haber tenido la importancia que en otras partes se le da, y comúnmente no parecen haber durado más de dos generaciones en la misma familia, en el mejor de los casos.
Cuando Dardo Rocha fundó la ciudad de La Plata en 1882 para que fuera capital de la provincia de Buenos Aires, varias familias porteñas marcharon con él a instalarse en la recién estrenada ciudad. Entre quienes se establecieron allí estaban mis bisabuelos Julio Sánchez Viamonte y Bernabela Molina Salas.
En aquella ciudad pasaron mis bisabuelos su vida y desarrollaron sus tareas. Todos sus hijos nacieron allí.
Mi abuelo pasó allí toda su infancia y su juventud, y al terminar sus estudios inició en aquella ciudad sus primeras actividades, tanto docentes como cívicas.
Mis abuelos se casaron en Buenos Aires ─donde vivía la novia, mi abuela─ en 1918 y se instalaron en La Plata.
El padre de mi abuela, que era lo que hoy se llamaría un “hombre de posibles”, resolvió hacer construir una buena casa en La Plata para que vivieran allí su hija y su yerno.

La hizo construir sobre la calle 53, a mitad de cuadra entre las calles 5 y 6. La piqueta de la modernidad ha sido benevolente con ella y aún no la ha derrumbado.
Recuerdo algunas fotografías hechas a mi madre en el jardín, algunas otras hechas en ella a Miss Goodall, la institutriz inglesa de mi abuela que siempre vivió con la familia y está enterrada con nosotros, y que es la culpable de que mi madre hable el inglés con ese acento victoriano que epata a todos mis amigos británicos.
No hace mucho estuvo allí mi hermano Felipe. Hoy la casa es un pub llamado “Molly’s”, donde seguramente los jóvenes platenses entretienen las tardes en amena conversación en torno a la espuma de una “Murphy’s” o de una “Guinness”.
Pese a que su jardín se ha visto reducido y en él se alza ahora una torre de varias alturas; pese a que la tapia que protegía su jardín de las miradas indiscretas ha sido sustituida por unos vidrios que permiten ahora ver a los comensales disfrutar de la terraza; estoy seguro de que la vieja casa, que pronto cumplirá 100 años, todas las tardes, mientras los tertulianos beben, ríen y disfrutan de sus amistades, piensa “si supierais que entre éstos muros ─cuando era una casa de familia, construida para ser la residencia de Carlos Sánchez Viamonte y de Sara de Haedo─ acogí muchas veces entre mis paredes a Lisandro de la Torre, a Juan Carlos Rébora, a Rafael Alberto Arrieta, a Arturo Capdevila, a Pedro Henríquez Ureña, a Benito Lynch, a Alfredo Palacios, a Ezequiel Martínez Estrada, a José Ingenieros, a Julio V. González, a Carlos Alberto Erro, a Álvaro Yunque y a tantos otros...”
Mientras la casa platense, desde sus cimientos piensa “Soy vieja, revieja...” y se complace en saber que lo es mucho más que aquella otra que hablara en la novela de Mujica Láinez, me complazco en saber que aún sigue en pie, escapando a la piqueta demoledora de un falso progreso, aunque en el comedor de mi abuela haya ahora una barra con innumerables canillas de cerveza.

Tal vez la casa, que en su juventud acogió a muchos intelectuales de la primera mitad del s. XX, acoja ahora en su madurez a los futuros intelectuales platenses del s. XXI.
La casa es “...vieja, revieja...”, pronto cumplirá 100 años y seguramente no sepa que aquella niñita que la habitó y gateó en su jardín hace tanto tiempo volvió, esta misma mañana, a hablarle de ella con cariño a quien escribe estas líneas.