Independencia y tauromaquia
El despertador sonó hoy temprano, pese a ser sábado. Y aunque me acosté pensando en que éste sería un 9 de julio algo más señalado, ya que al cumpleaños de mi mujer se uniría la circunstancia –que sólo ha de ocurrir de siglo en siglo– de celebrarse los doscientos años de la Declaración de la Independencia argentina proclamada por el Congreso de Tucumán presidido por Laprida, no me desperté pensando en ello.
La realidad es que, aún con las dos importantes efemérides de este día, me desperté pensando en ver por televisión, desde Pamplona, el tercer encierro de los San Fermines en el que un toro –desprendiéndose de la manada casi al salir de los corrales– propició varias situaciones de peligro y dos heridas por asta a los mozos.
Al acabar el encierro pensé en las muchísimas cosas de origen español que también son bien criollas: la taba, el truco, el arroz con leche... y en cómo, a diferencia de otros pueblos hermanos de América, no quisimos conservar la más tradicional de todas: la Fiesta.
Con toda seguridad, a los diputados del Congreso de Tucumán no se les ocurriría imaginar –ocupados en asuntos de mucha mayor importancia y trascendencia– que dos siglos después no existiría vestigio alguno de la tauromaquia en la Argentina.
Mientras los comentaristas taurinos disertaban sobre la manera en que había discurrido el encierro, pensé en cómo habría sido posible que una gente tan amante de los caballos como los antiguos porteños –cuyo amor por el montado y su antiquísima equitación “a la jineta” heredera de las invasiones moras a la Península Ibérica, aún conservan como uno de sus mayores legados– no hayan mantenido siquiera la afición por el toreo a caballo o rejoneo, anterior al toreo a pie.
Es verdad que antiguamente la tauromaquia no se limitaba al encierro y la posterior lidia en la plaza, sino que la acompañaban juegos de cañas y otras funciones festivas.
En un principio el ruedo porteño se ubicaba en la Plaza Mayor, con una medida de “60 varas por lado” y, previamente a los festejos, se corrían los habituales encierros en los que los astados causaban “sustos y accidentes al atravesar por la ciudad.”
Con el paso del tiempo, y como el carecer de una plaza de toros permanente no era lo que correspondía a una ciudad de categoría, los vecinos del barrio de Montserrat donaron el predio para construir, en 1791, una plaza de madera, con sus toriles de ladrillo que daban a la “calle del Pecado.”
Con el correr del tiempo, los vecinos de Montserrat, agobiados por la atracción que la plaza ejercía por el “elemento poco deseable”, elevaron una petición al Cabildo, que resolvió el traslado de la plaza al Retiro, construida en 1799, dónde se lidiaron los toros hasta el fin de la Fiesta en tierras porteñas. Era este un ruedo monumental para la época. Ubicado en la actual Plaza San Martín tenía un aforo “para diez mil espectadores y varios palcos de madera, además de las gradas.” Allí se lidiaron toros, el 14 de octubre de 1801, en festejo por el cumpleaños del Príncipe de Asturias. En 1817 el viajero inglés Samuel Haigh quedó gratamente impresionado por el festejo taurino y por la cantidad de aficionados que asistía al coso porteño, y afirmaba que: “La calle que conduce a la plaza estaba apiñada de gente en calesa o a pie, y damas sentadas en los balcones... desde el gobernador con su esposa hasta el gaucho y su mujer.”
Algo más que los hechos de la emancipación y las guerras de la Independencia debieron de ocurrir para que tanta algarabía taurina se eclipsara en tan poco tiempo. La última lidia en la plaza del Retiro se verificó en 1819, y el gobernador don Martín Rodríguez las prohibió para toros “en puntas” en 1822.
Como aventurarse a imaginar y elucubrar cosas sin fundamento es algo común a los mortales, mientras tomaba el desayuno se me ocurrió pensar que tal vez no existieran en las Pampas las necesarias ganaderías de reses bravas y que éstas se trajeran del Alto Perú (si bien la historia de la ganadería en Buenos Aires y su origen ha sido un tema muy tratado, no recuerdo mención alguna a la cría en nuestro suelo de ganado bravo). Tal vez la falta de reses, unida a la prohibición de lidiarlas “en puntas” hiciera decaer la afición por la Fiesta hasta hacer desaparecer cualquier interés por la tauromaquia.
Los descendientes de las familias que actuaron en los hechos de principios del s. XIX que culminaron con la Independencia de 1816, y que sostuvieron luego con arrojo durante las guerras de la Independencia, tendremos hoy un recuerdo de agradecimiento a nuestros mayores y de festejo y exaltación patriótica; pero mañana el despertador volverá a sonar temprano para ver el cuarto encierro de San Fermín, y hasta es posible que imagine que mi gusto por lo taurino provenga de alguno de aquellos ancestros que probablemente asistieran igualmente a la lidia en la porteña plaza del Retiro y a las batallas de Salta o de Maipú.
Mañana, una vez más, oiré el cántico de los mozos antes de correr entre las astas de los morlacos y veré cómo San Fermín, con su invisible y milagroso capote, libra a más de un mozo de una mortal cornada:
A San Fermín pedimos
Porque es nuestro patrón
Nos guíe en el encierro
Dándonos su bendición