Un jardín alcarreño
Apreté, casi inconscientemente, el tabaco en la cazoleta de mi pipa mientras pensaba en que ya había pasado un año desde que estuve por última vez en Robledillo.
La brisa fresca de la mañana, el silencio sólo interrumpido por el trino de los pájaros y por el lejano cacarear de un gallo, y la mirada perdida en los reflejos dorados de los trigales listos para cosechar, daban una sensación de tranquilidad y calma que invitaban a relajarse y a disfrutar del día.
Tal vez porque había vuelto a ver, en el salón de la casa, la foto de mi amigo Callum lujosamente ataviado con el kilt de su clan, como oriundo de Perth que es –acaso como un highlander que hace tiempo se aprestaba a luchar en Culloden, en defensa de su legítimo rey “Bonnie Prince Charlie”– recordé aquel regimiento 71º de Highlanders cuya bandera se exhibe junto a otras, como trofeo de guerra, en el camarín de la Virgen del Convento de Santo Domingo en Buenos Aires.
Recordé cómo las tropas británicas, provenientes de la Ciudad del Cabo, desembarcaron en las cercanías de Buenos Aires y rápidamente –por la fuerza de las armas– bajo las órdenes de William Carr Beresford, se hicieron con la ciudad a fines de junio de 1806.
Recordé cómo el virrey marqués de Sobremonte –casado con Dª Juana María de Larrazábal; nieta de mi ancestro el general don Antonio de Larrazábal, a quien ya hemos mencionado en un relato anterior– ante el tamaño del ejército invasor optó por retirarse hacia Luján, llevando consigo los caudales públicos y “donde esperaba la reunión de las compañías de milicias distantes y pensaba hacerme fuerte para sostener el territorio”.

Aguatinta de José Mª Cardano
De poco sirvió. Los caudales fueron exigidos y obtenidos “del virrey fugitivo” por el general británico y, después de enviados a Londres a bordo de la fragata “Narcissus”, dieron motivo a que el gobierno inglés enviara una ingente fuerza militar para hacerse con todo el virreinato del Río de la Plata.
Las tropas que se habían trasladado a la Banda Oriental –previendo que el desembarco inglés se produciría en la otra orilla del Río de la Plata– fueron equipadas por Pascual Ruiz Huidobro, gobernador de Montevideo, a instancias de Liniers, para acometer la reconquista de la ciudad de Buenos Aires. Esta fuerza se embarcó en la Colonia del Sacramento y burlando la vigilancia de las naves enemigas desembarcaron a la mañana siguiente en Las Conchas.
Vino entonces a mi memoria que al frente de esta fuerza estaba Liniers, quien eligió por primer ayuda de campo a mi chozno Juan José Viamonte.
El 10 de agosto la fuerza patriota atacó el Retiro, conquistando la posición y defendiéndola con éxito del contraataque dirigido por el mismo Beresford. El día 12 por la mañana comenzó el combate en la misma ciudad, con lucha encarnizada por ambas partes. Ante el avance criollo, Beresford dio la orden de abandonar la plaza y acantonarse en el fuerte, donde no tardó en rendirse junto a 1200 soldados británicos; otros 412 soldados y 5 oficiales británicos yacían muertos en las calles de Buenos Aires a consecuencia de la lucha.
Dando una buena fumarada a mi pipa recordé que Juan José Viamonte “intervino en todas las acciones militares de la campaña de reconquista de Buenos Aires, destacándose en la toma del parque del Retiro, y de la plaza y su fortaleza, que se produjeron los días 10 y 12 de agosto, respectivamente”, y que el propio Liniers manifestó que en estas acciones se había desempeñado “en todo con el valor, actividad y honor de un distinguido oficial… es digno de la mayor atención, y que de su espíritu y conocimientos se puede esperar el desempeño de cualesquiera asunto de importancia.”

Fueron 47 los días en los que la “Union Jack” ondeó en Buenos Aires. Mientras duró la ocupación el general William Carr Beresford –jefe de las fuerzas británicas y autoproclamado gobernador de la ciudad– solía visitar el hogar de José Rubio de Velasco y de Juana Rivero y Kelly, donde “concurría a su casa asiduamente a cenar, ya que la cocina parecía ser muy buena y la acogida tanto o más comedida.” Doña Juana era una de las pocas personas en Buenos Aires que sabía hablar inglés, idioma que le venía de familia, al ser ella nieta del teniente de mar y guerra William Kelly, nacido en Liverpool.
Posiblemente, en alguna de esas visitas, Beresford haya concurrido a casa de los Rubio acompañado de un jovencísimo oficial de 14 años, mi chozno Joshua Thwaites.
En Londres las órdenes del ministro Windham estaban ya dadas. Un importantísimo contingente de 11.000 hombres de armas se dirigiría al Río de la Plata.
El 16 de enero de 1807 las fuerzas británicas, al mando de Auchmuty desembarcaron en El Buceo, en las cercanías de Montevideo. Poco después, apoyados por los cañones de su escuadra hicieron una brecha “en la débil muralla de la parte Sur hasta la mar” por la que asaltaron la plaza, conquistándola.
Nuevamente el humo de mi pipa me llevó a evocar a mi chozno Juan José Viamonte, que también se halló –junto a su joven hermano José, de 16 años– en esta acción, resultando el joven José Viamonte herido en un muslo.
En carta al rey, Viamonte resumiría su actuación en el Sitio de Montevideo, enfrentando a las tropas inglesas, diciendo “Yo pasé a la Banda Oriental de este Río y Vuestro Virrey Marqués de Sobre Monte tuvo a bien confiarme una división de tren volante destinada a recibir el primer ímpetu de los enemigos: llegó con efecto el caso de operar con él el día 19 de enero del presente año en que los enemigos se pusieron la vez primera en disposición de recibir nuestros fuegos; desgraciado fue el suceso de esta acción, pero aún en medio del último conflicto traté de señalar mi honor y distinguir la bizarría de mi empeño. La división fue abandonada: ni un solo fusil podía sostenerme; sin embargo mis fuegos fueron incesantes hasta conseguir poner fuera de riesgo la artillería de mi mando, y tomar una posesión combinada con la que en aquella circunstancia ocupaba nuestro ejército casi derrotado. Desde este momento, haciendo alarde de la subordinación me mantuve a las órdenes del Jefe quién después de otras disposiciones me previno marchase a Santa Lucía procurando salvar como en efecto, las cuatro piezas de tren de mi división”.
En los últimos días de junio, con el objeto de volver a conquistar Buenos Aires, un ejército inglés de unos 8.000 hombres y 18 cañones desembarcó en la Ensenada de Barragán y avanzaron hacia la capital del virreinato. Las fuerzas invasoras representaban un contingente enorme, habida cuenta que se calcula que la población de Buenos Aires y su campaña era, por aquel entonces, de unas 40.000 almas.

Para ese entonces, Juan José Viamonte comandaba el regimiento de Patricios, formado por porteños, “en su mayor parte jornaleros, artesanos y menestrales pobres”, que para la defensa de la ciudad habían sido adiestrados por Viamonte en el uso de las armas.
Las fuerzas con las que Liniers intentó hacer frente al contingente inglés, en campo abierto, fueron derrotadas y se procedió a preparar la ciudad para su defensa, iluminándola durante las noches en espera del ataque enemigo.
Pensando en esto vinieron a mi memoria las palabras de Vicente Fidel López al narrar estos hechos diciendo: “…El punto en que el jefe inglés veía extinguirse las lámparas nocturnas estaba defendido por los patricios. No eran seguramente los peones del Cabildo los que habían alimentado durante cuatro noches aquellas luces. Era la previsión del valiente y experto Mayor don Juan José Viamonte y de sus soldados, que, como ya se ha visto, no necesitaron para nada de don Martín de Alzaga ni de sus empleados para hacer inexpugnable el Colegio de San Carlos, en cuyos muros la juventud de los últimos años del otro siglo supo ilustrarse y batirse con honor”.
El 5 de julio las fuerzas del general Whitelocke penetraron en la ciudad. La columna inglesa de Sir Dennis Pack atacó la posición defendida por Viamonte, quedando la calle “empedrada de cadáveres ingleses”, replegándose hacia el convento de Santo Domingo, que había sido ocupado por el general Craufurd. Sobre las 11 de la mañana la fuerza del coronel Cadogan se rendía a Viamonte en la casa de la “Virreina”.
Mientras atizaba el tabaco de la pipa recordé las palabras que Saavedra escribió en sus memorias, alabando la acción de mi chozno en aquella histórica defensa de la ciudad: “El 5 de julio emprendió Whitelocke el ataque general de la plaza, por distintos y diversos puntos. En todos ellos fueron rechazados y derrotados por nuestros soldados voluntarios.
Mi cuartel que era el Colegio de San Carlos, estaba guarnecido por cuatrocientos hombres de mi mismo cuerpo. Las acertadas medidas que tomó para su defensa el valiente y experimentado oficial don Juan José Viamonte, que era sargento mayor de él, influyeron indudablemente a su defensa. La columna inglesa al mando del coronel Pack que vino a atacarlo, con un cañón de a 4, fue enteramente destrozada, quedando la calle, que hoy se dice de la Imprenta, empedrada de cadáveres de ingleses. Herido el coronel Pack, con los que pudo reunir, se incorporó al general Craufurd, que había posesionándose del convento de Santo Domingo, desde cuyas alturas hicieron considerable estrago al cuerpo de Montañeses, que guarnecía aquel costado. Otro grupo de la misma se apoderó de la casa que fue del finado don Pedro Medrano, y desde sus azoteas hacía fuego a la guarnición de mi cuartel. Al fin fue también rendida aquella gente con su jefe el coronel Enrique Cadogan; más de 200 hombres rindieron las armas, que fueron transportadas a mi cuartel, quedando muertos en las azoteas de aquella casa, treinta y cinco. Fue horroroso el 5 de julio para Whitelocke.”
Liniers intimó la rendición de las fuerzas inglesas, que fue aceptada por Whitelocke ante los más de 2.000 hombres muertos y más de 1.000 prisioneros con que se había visto menguada su tropa. Entre las condiciones de la capitulación se establecía también el desalojo de las fuerzas británicas de la ciudad de Montevideo.
Mirando el humo que dejaba mi fumarada pensé una vez más, con orgullo familiar, que en carta a Fernando VII, Liniers manifestó al rey que Viamonte “…tuvo, sin disputa, la principal parte en la victoria del 5 de julio…”
Pero la victoria no fue gratis. Muchos criollos murieron también el 5 de julio defendiendo su patria. Entre ellos estaba el cadete José Viamonte, que entregó el alma ese día a las órdenes de su hermano mayor, con sólo 16 años.
Pensé entonces, acompañado por la fresca brisa matutina, que las Invasiones Inglesas son absolutamente desconocidas por los españoles actuales. Sólo algunas personas muy versadas en los temas históricos saben que tuvieron lugar, pero sin un conocimiento claro de sus hechos.

Me acordé cómo, no hace mucho, se evocó en España hasta el cansancio la actuación de Blas de Lezo, defendiendo Cartagena de Indias en 1741, de un importante ataque naval británico. Recordé cómo, los españoles más nacionalistas achacaban a esa defensa el que en América no se hable inglés; cómo se envanecían de aquella acción hasta el punto de poner en boca de Lezo frases que éste seguramente no haya mencionado nunca, ya que repetir alguna de ellas constituiría, incluso, una ordinariez. Pero ninguno de estos nacionalistas españoles recuerda, siquiera, cómo se expulsó a los británicos de Buenos Aires y de Montevideo. Ninguno de ellos tiene la menor idea de que la enseña británica ondeó 47 días en Buenos Aires y varios meses en Montevideo. Ninguno de ellos tiene una sola mención para aquellos criollos que dieron su vida en la Reconquista y Defensa de Buenos Aires. ¿Será porque las Invasiones Inglesas constituyen uno de los más importantes antecedentes para las independencias americanas?
Mirando los trigales mi recuerdo viajó hasta la familia de Joshua Thwaites, aquel joven oficial que acaso haya visitado en compañía de Beresford los salones de la familia Rubio de Velasco. El Río de la Plata debió de hacer mella en él, puesto que no sólo volvió a Buenos Aires sino que se casó, en 1827 con Juana, una de las hijas de la familia Rubio.
Juana fue una de las famosas “siete hermanas Rubio”, seis de las cuales se casaron con “extranjeros”. Si Juana, la menor de las hermanas, se casó con Joshua Thwaites; Dolores, lo hizo con Alejandro Spears, escocés; Estanislada, con Federico Bergmann, del “Reino de Hannover”; Antonia, con Juan Jorge Vermoelen, cónsul de los Países Bajos; Rosario, con Daniel Gowland, inglés; Buenaventura, con Bartolomé Foley, irlandés; y la única que se casó con alguien de su misma nacionalidad fue María del Carmen, que lo hizo con José María Romero Núñez. Amplia es la descendencia de las “siete hermanas Rubio” en nuestros días.

Joshua Thwaites era hijo de Henry Thwaites, esq. of Hamsell Manor; y de su mujer Jane Gibson. Oriundo del norte de Inglaterra, su padre se había establecido en Londres, donde había hecho una importante fortuna con sus actividades comerciales. El padre de Jane Gibson era también un industrial textil. Existe un bonito retrato al pastel de ambos, en el que se los ve pese a que el retrato sufrió algunos daños en los bombardeos alemanes a Londres durante la II Guerra Mundial, propiedad de una de sus descendientes en el Reino Unido.
Henry Thwaites, involucrado en actividades textiles, también poseyó importantes intereses –junto a su hijo Henry Thwaites “the younger”– en los periódicos londinenses “Morning Herald” y “English Chronicle”. Hacia 1810, adquirió el barco “The Dart” que armó en corso y ejerció con éxito esta actividad hasta que fue capturado en Long Island por el “Vigilant” durante la guerra anglo-estadounidense de 1812.
También desarrolló la actividad agrícola en Hamsell Manor, Sussex, donde vivió con su mujer y en la que ambos murieron.
Esta propiedad, Hamsell Manor, que fue descripta en 1984 por la revista “Country Life” como “A superb restored Georgian House...”, fue vendida unos años después de la muerte de Henry Thwaites. Con el correr del tiempo fue adquirida en 1955 por Lady Soames, hija pequeña de Sir Winston Churchill, cuyos descendientes la poseen en la actualidad.
Joshua Thwaites, sin duda con el apoyo de la casa comercial de su padre, ejerció el comercio entre el Reino Unido y el Río de la Plata durante varios años. Para ello poseía un barco de nombre “Speedwell” con el que efectuaba este tráfico comercial. Fué propietario del hotel de Faunch, el más lujoso –o al menos el más aceptable– que hubo en Buenos Aires en aquella época, que Thwaites aderezó “a mucho costo” para alivio de los viajeros que visitaban la ciudad.
Desde su establecimiento en la capital porteña “intervino con muchos de los miembros de la colectividad inglesa en empresas que apuntalaron el crecimiento del país: la Bolsa de Comercio, los ferrocarriles, el primer parque de diversiones, la racionalización de la explotación de las estancias y la fundación de círculos para la práctica de deportes...”
Siguiendo el ejemplo de su padre –que desarrolló la actividad rural en Hamsell Manor, su finca de Sussex– Joshua Thwaites poseyó un importante establecimiento de campo en Chascomús, sobre la laguna y el arroyo Vitel, en la orilla opuesta a la estancia de los Gándara.

El viajero William MacCann, que realizó un viaje a caballo por las estancias porteñas en 1847, se alojó en la propiedad y dejó esta simpática descripción de la vida en la estancia de los Thwaites: “La vida de familia en este retiro feliz, me trajo los más caros recuerdos del hogar; veía allí una buena biblioteca, un piano fabricado en Londres, la chimenea encendida, los sirvientes irlandeses, el cocinero inglés; todo me representaba los días pasados despertando en mi corazón el sentimiento de la patria y la añoranza de los seres queridos. Viven en la estancia unas sesenta personas, comprendida la gente de trabajo. Para su manutención se sacrifican cincuenta ovejas y dos o tres bueyes por semana.”
Siguiendo el texto de MacCann, el estudioso de las estancias pampeanas Carlos Moncaut se refiere a la propiedad de Thwaites diciendo que “...resultaba la casa un verdadero cottage inglés; el edificio todo de ladrillos, tenía al frente una galería con pilares de madera que formaban una especie de columnata muy bonita. Álamos, paraísos y acacias de flores blancas, rodeaban la casa y en parte la ocultaban. El abundante césped y las violetas se hacían notar por su fragancia. La casa, con su granja y corral, sus galpones, jardines, huertas y parques está rodeada por un profuso foso y un seto vivo que abarca un conjunto de media milla cuadrada.”
Acaso Joshua Thwaites emulara en su estancia de Chascomús las maneras de vida a las que estaba acostumbrada su familia, en Etteringham Manor primero, y en Hamsell Manor después; pero, pese a las comodidades de la casa, indudablemente la amenaza del malón indio estaba presente y se manifestaba en el “profuso foso y un seto vivo” que rodeaba el casco de su estancia porteña.
No dudo que la estancia de Thwaites habrá sido muy visitada por Federico W. Gándara –la estancia de la familia Gándara ocupaba la otra orilla del arroyo y la laguna Vitel– para visitar a la joven Dolores Thwaites y Rubio, con quien finalmente se casó. Son mis tatarabuelos.
Sin ninguna duda que para llegar a la estancia de los Thwaites habrá cruzado el arroyo Vitel, a caballo, por el “Paso de las Piedras”, cuya existencia se transmitió siempre de forma oral ya que nada permite pensar a quien lo contempla que en esa parte del arroyo existe un suelo firme, que permite cruzarlo montado a caballo sin que el agua cubra –en el peor de los casos– más allá de las caronas del recado. Lo sé porque también yo he cruzado el Vitel, a caballo y hace ya más de treinta años, por el “Paso de las Piedras.”
Mantenía la pipa en mi boca aunque el tabaco se había consumido ya y la pipa se había apagado. Rápidamente mis pensamientos volvieron desde el Río de la Plata a este jardín de la Alcarria en el que estoy.
Mientras su propietario –mi amigo escocés Callum– me servía una copa de vino para dar comienzo al aperitivo, se me ocurrió que tal vez algún antiguo miembro de su clan haya pertenecido al 71º de Highlanders que conquistaron Buenos Aires, integrando el ejército invasor junto a mi ancestro Joshua Thwaites; acaso fuera uno de los muchos soldados británicos que murieron en las calles de mi ciudad natal en 1806; o tal vez fuera quien disparó la bala que truncó la vida del joven José Viamonte en 1807.
Entonces, dejé la pipa apagada sobre la mesa y levanté mi copa por mi buen amigo escocés y por nuestros tan agradables encuentros en la armoniosa tranquilidad de su jardín de la Alcarria.