Tribulaciones mozárabes
El verano no sólo es el calor de la canícula, para la mayoría de los mortales este tórrido período del año también va asociado a unas jornadas de asueto.
Disfrutaba al sol de unos días libres, gozando de la brisa salina y refrescante del Mar Cantábrico, holgazaneando y holgándome en mirar la espuma de las olas cuando mi memoria viajó hasta la antigua ciudad de Toledo, capital del rey Rodrigo hasta su derrota y muerte en la batalla de Guadalete, en 711, que puso a la capital del antiguo reino visigodo bajo la dominación morisca.
Recordé entonces a los antiguos ancestros mozárabes toledanos, quienes como “Cavalleros Christianos Godos” durante siglos de dominación musulmana conservaron su Fe católica y la liturgia visigótica.
Si ocho son los linajes toledanos de caballeros mozárabes –Toledo, Palomeque, Illán, Portocarrero, Gudiel, Cervatos, Roelas y Armíldez– recordé que miembros de cinco de esos linajes se cuentan entre mis ancestros medievales toledanos. Los caballeros de todos estos linajes “...fueron parte, para que el Rey don Alonso quedase pacífico en el señorío de aquella ciudad”, contribuyendo en gran medida a la reconquista de la ciudad por Alfonso VI, quien en premio por su ayuda y en atención a haber conservado su religión durante siglos, les concedió importantes prebendas.
Tal vez el más recordado de estos caballeros mozárabes fue don Esteban Illán, cuya efigie estuvo pintada en la Catedral de Toledo, en el sitio en el que ahora está el Transparente, obra de Narciso Tomé. Cuando se realizó el Transparente se volvió a pintar la imagen de don Esteban Illán en sus proximidades, sobre el arco de entrada a la capilla de San Ildefonso, como puede verse hoy en día.

Era don Esteban Illán alcalde de Toledo cuando en 1166, de madrugada, ocultó al joven rey Alfonso VIII en la torre de la iglesia de San Román –que se dice que él mismo había hecho construir sobre los restos de un alminar árabe– y al día siguiente, desde esa misma torre e izando los pendones del monarca, fue proclamado rey Alfonso VIII al grito de “Toledo, Toledo, Toledo por Alfonso VIII”. Agradecido el rey por su ayuda, le entregó los castillos de Albadalejo, Zudarrahoz y Castrejón, la alcaidía de Toledo con sus alcázares y la tenencia de las puertas de Bisagra y del Cambrón. Es notorio que su nombre figura también en el testamento del rey Alfonso VIII.
Doña Luna Illán, según unos autores era hija de don Esteban Illán y nieta según otros -que la hacen hija de Illán Estébanez- casó con don Fernán Pérez de Guzmán, primo hermano del fundador de la Orden de Predicadores, santo Domingo de Guzmán.
Recordé entonces haber visto en maravillosa Sala Capitular de la Catedral toledana los retratos de todos los arzobispos de la Sede Primada –algunos debidos a muy notables pinceles–, y entre ellos los de Gutierre Gómez de Toledo y los de su sobrino don Vasco Fernández de Toledo, ambos hermanos de ancestros con antigua sangre mozárabe, y ancestros a su vez de doña Luna Illán. Pensé entonces en cómo estas ascendencias mozárabes fueron, en la cabeza de Garci López de Villalobos, caballero de Alcántara, a establecerse en la extremeña ciudad de Plasencia “por la comodidad de residir en ella el Maestre de Alcántara Don Fernán Rodríguez de Villalobos su primo hermano.”
Alguna vez leí –no recuerdo ahora en dónde– que las principales casas nobles castellanas de alguna manera “olvidaron” esta mozarabía que les venía por su linaje. Cierto es que su posición no necesitaba de los privilegios que les había otorgado a los mozárabes el rey Alfonso VI, pero de esta manera olvidaron también lo que, sin duda, constituye el legado mozárabe más importante: la liturgia hispano-visigoda.

Durante dos siglos estos ancestros se ocuparon principalmente de sus propias banderías en la Extremadura de finales de la Edad Media, hasta que en el hogar formado por doña Constanza de Aldana, espléndidamente dotada en 1492 para casarse con Pedro Álvarez Holguín –nieta del poderoso Señor de Lagartera, cabeza de bando en las banderías cacereñas del s. XV– nació el general Pedro Álvarez Holguín, conquistador del Perú, Capitán General y Justicia Mayor del Cuzco, que murió combatiendo en la Batalla de Chupas, durante las banderías americanas habidas entre almagristas y pizarristas.
La muerte de Pedrálvarez, debida a los arcabuceros almagristas y a la propia bravuconería del general –quien alegando que los arcabuceros enemigos no “sabían dar en el blanco”, se había presentado a la batalla vestido de ese color– no impidió que su prole cuente con muchos descendientes hoy en día.
Estas ascendencias mozárabes pasaron desde el Alto Perú a la recién refundada, en 1580, Ciudad de la Trinidad y Puerto de Santa María de Buenos Aires, al establecerse allí el matrimonio formado por el capitán don Juan de Melo Coutinho y su mujer doña Juana Holguín de Ulloa; posteriormente –ya en el s. XVIII– algunos de sus descendientes pasarán a la otra banda del Río de la Plata, en cuatro de los hijos del matrimonio formado por el capitán Salvador Carrasco y doña Leonor de Melo Coutinho, que acompañaron a don Bruno Mauricio de Zavala a la fundación de Montevideo.

Una gaviota, que pasó volando cerca de mi, me trajo de vuelta –desde mis pensamientos toledanos– hasta la pejina playa de Salvé en la que estaba. Pensé entonces en que, por suerte, muchos de aquellos descendientes de mozárabes que quedaron en Toledo mantuvieron –y hasta hoy mantienen– la tradición ancestral de sus mayores en la liturgia del rito mozárabe o hispano-visigodo.
Recordé entonces que San Juan Pablo II, en su visita a Toledo en el año ’82 mencionó expresamente que la liturgia mozárabe es “...de gran riqueza teológica y pastoral. Sin olvidar que en la liturgia post-conciliar, el canto del Padrenuestro en toda España es, precisamente, el de la liturgia mozárabe...”
Me pregunté entonces con tristeza ¿cuántos descendientes de don Esteban Illán en Buenos Aires y en Montevideo sabrán, siquiera, que existe la liturgia mozárabe?
Me di la vuelta –dando la espalda al santoñes Monte Buciero– para marcharme de la playa, pensando que a esa larga lengua de arena la había nombrado Carlos V cuando, viniendo de sus estados en el norte de Europa, en medio de una marejada que parecía que iba a hacer naufragar la nave, al desembarcar y pisar tierra firme exclamó aliviado:
– Salvé.